Dos rostros visualizo en Belisario Betancur.
El hombre.
Nació en una vereda del municipio de Amagá, departamento de Antioquia. Suyo fue el silencio profundo de la noche, el clarinete de los gallos, el matinal ladrido de los perros. Dormía sobre esterillas, apelotonado con sus hermanos que se peleaban una cobija de escasa lana. Eran de apuros las madrugadas. Debía recoger agua del canutillo por donde chorreaba, ordeñar una vaca macilenta, aprontar leña para atizar el fogón, servir los “tragos” y poco luego, cumplir como garitero, con el acarreo de la vitualla a la peonada que, con azadones, raspaba la tierra. Estudió, obviamente. Trepaba faldas y hacía descensos, maceraba sus pies por caminos largos, fangosos en invierno y caniculares en verano, hasta llegar a una casa vieja, recostada sobre la ladera de una mina, a recoger sabidurías de los labios de la maestra Rosario Rivera. Ella le enseñó a distinguir vocales de consonantes.
Sorteando dificultades económicas, no sé cómo, terminó bachillerato. Dicen los que han escudriñado las pisadas de su vida, que era habitante nocturno de la Plaza de Berrío, allá en Medellín, que hacía caligrafías sobre escaños de piedra veteados de cemento, y que, cuando se apagaba la algarabía de los transeúntes, tendía su cuerpo, cuan largo era, organizando cabecera con los códigos, bajo la sombrilla de los árboles. Tropezando, cayendo y vuelto a levantar, finalizó su carrera de abogado en la Universidad Pontificia Bolivariana.
¿Qué más dicen sus biógrafos? Que le gusta el licor que sale de los trapiches de caña, descubrieron que “desde que te marchaste”, cantada por Óscar Agudelo es su canción favorita, que el pintor Manzur es uno de sus amigos preferidos y Bernardo Ramírez, hoy en la eternidad, fue su confidente. Belisario es de una autenticidad encomiable. Cuando se juramentó como presidente de los colombianos, en el proscenio de los oligarcas, resaltaba la presencia de un garboso tío suyo, con sombrero paisa a la caída, peinilla enramalada al cinto, mulera al hombro y alpargatas montañeras. De mi parte, bien conozco el personaje. (Belisario Betancur fue mi profesor y con Bernardo Mejía Rivera me hicieron el previo examen para obtener el título de abogado, el copete luminoso de Gilberto Alzate Avendaño le dio realce como presidente honorario y Fernando Londoño Londoño, actuó como presidente de tesis). Betancur es descomplicado, tiene voz meliflua, de fácil abordaje, con un paladar que remoja deleitosamente las palabras, y una dicción pausada. Le da siete veces siete vueltas a su lengua, antes de hablar. Porque es meticuloso y poético.
Intrépido siempre. Dirigió “La Defensa” un aguerrido matutino conservador de La Montaña. Después fue codirector de “El Siglo”, parlamentario fogoso, alfil agresivo en el “Batallón Suicida”, polémico Ministro del Trabajo, como Allende de Chile, porfiado candidato presidencial. ¡Por fin! coronó su objetivo.
El intelectual.
Primero el suicida. ¿Cómo Belisario regala su biblioteca, inmensa artillería, avituallada en periplos por todos los continentes? ¿Cómo se desprende de ella, protectora de sus nostalgias, cómo despide esos portentos de sabiduría que energizaban su cerebro, medicina salvavidas en las derrotas y apertura de horizontes cuando en sus manos acunaba el destino de la Patria? Dicen que Betancur lloró cuando, en cajas, salían los libros de su albergue en un peregrinaje que ellos -silenciosos- rechazaban. Se mudó su rostro en esa sangría moral, y ya no volvió a recobrar ¡jamás! los pliegues dulces de su cara, ni esa sonrisa ¡tan suya! de paisa descomplicado.
Estamos frente a un sabio de las letras. Las ha estudiado, las desmenuza, alma les inyecta, las hace vibrar, con ellas arropa saudades, las saca de las pasantías baratas y las encarama a las estrellas. “Canoa” el escueto título de su último libro, es un tratado para el bien escribir y el bien hablar. Resalto su memoria descomunal. Cita autores, libros, argumentos y frases, espigando aquí y allá, con precisión matemática. Y escribe con suficiencia doctoral. Su prosa es señorial, fluida, concreta, armada con finura artística.
La historia de las imprentas y los libros son el entronque victorioso de la libertad. Las motinescas hojas volantes, los periódicos que cantan la verdad, las publicaciones que le dan contenido a las ideologías liberadoras, se han convertido en muralla imbatible para defender los cambios sociales. Betancur en múltiples seminarios americanos ha sido profeta y apóstol, púlpito y coraza en el liderazgo de unos principios que tienen que ver con el contenido humanístico de la tradición cristiana.
“Canoa” es poesía y enseñanza. Su autor es un cantor de romanzas, lleva sobre sus espaldas un joto de añoranzas, y su mirada se expande sobre horizontes múltiples. Porque además de ser poeta, es un arquitecto ideológico, un constructor de futuros.
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