Recordar es vivir. Son las tres de la mañana aquí en Bogotá. La “Esquina del Tango” bulle como un horno caliente. Dispersas están las parejas de enamorados y hay grupúsculos entretenidos en el manoseo de historias sentimentales. Es una noche de privilegio auditivo. Jorge Valdés y Juan Carlos Godoy se han tomado el espacio con el retumbe de sus voces. El primero es un mono encantador, perchudo, llenos sus carrillos y -supongo- victorioso tumbalocas. De clarinete romántico y evocador. Tiene dominio del micrófono. Sabe manejar con técnica las distancias y lo retira lentamente para comprobar cómo el eco se va extinguiendo en alejamiento sonoro. Además, Valdés es el mejor showman del mundo. Es arrollador. Sus gestos perfectos, artístico el movimiento de los brazos y más que su voz, parece que el teatro opacara al cantante agorero. El otro es Godoy. Su cuerpo es escurrido, ligeramente caído de hombros, su mirada tristona y delata ser un bohemio de nocturnidades continuas. Su canto es arrabalero, de la línea lírica de Julio Martel en “Quema esas Cartas”, o Alberto Echague en “El Raje”. Godoy tiene aire de campesino truhán. Antes de voltear la copa hunde sus ojos en ella, absorbe su vapor con desfiguración levítica, levanta el codo y muy despacio, alargando segundos, siente feliz el ingreso del licor a los canales de su boca.
Por determinación del Creso Augusto León Restrepo estamos aquí para celebrar anticipadamente la elección que mañana hará el Congreso de Jorge Mario Eastman como Primer Designado. Las cuentas son óptimas. Otto Aristizábal, calculador certero, papel en mano, nos evidencia cómo los astros están enfilados a su favor. Sin embargo desconfiamos del voto de dos envidiosos paisanos suyos, necesarios para coronar la empresa. Alea jacta est. Ahora el placer dionisíaco destapa botellas, con la dicha que siente la amistosa comparsa con la segura exaltación del ilustre colombiano.
Hemos sido bohemios. En el flamante apartamento del ansermeño, tenemos cantina propia. Sonia Cristina ha preparado el espacio, deslizando libros por debajo de las camas, encaramando otros en las repisas de los baños, o acomodándolos en el cuarto de los trapiches caseros. Los versos en hojas volátiles, cambian de espacio cuando la exprimidora fabrica ventarrones y hace danzas de papeles. La delicia de los nepentes debe adobarse con intimidades para que afloren sin tropiezo los recuerdos, y macere más el desfile memorativo de faldas que no han de faltar en estos solsticios rumiadores. Somos unos espadachines que le encontramos delicias a las tabernas escondidas en donde tantas veces titiritó el corazón en pedazos.
Muchos piensan que Restrepo es un burgués indolente, con rostro de sibarita alcahuete y ojos marchitos por tanta picardía acumulada. Sí es lírico lujurioso cuando suelta su imaginación pecadora. “Las Palabras que no Tienen Coraza” es un breviario de amor, una alcancía de versos indisciplinados, escritos con el estilete que Eros entrega a sus consentidos. Cuántas veces he nadado por sus páginas, chapuceando, hundiéndome en sus laberintos secretos, y vuelto a flotar después de los aturdimientos felices que deja el libertinaje de sus poemas.
Bajo su piel morena corre la sangre de un filósofo. Cómo un hombre joven, con mujer bonita, con un colchón de dólares que lo vacuna contra las sorpresas de una veleidosa fortuna, se deshoja en introspecciones sobre la muerte. El canto es bello: “Que cuando muera/ carguen mi cadáver/ los hombres que me odiaron/ y las mujeres a quienes he amado/. Que la madera que cubra mis despojos,/ sea de aquella en que escribí “te quiero”,/ y los clavos/ del hierro con que hice la coraza/ para mi desamparo”. No. La vida no puede tener ese enfoque melodramático, con sabor a de profundis. Seguramente Restrepo lo escribió en una crisis de amor, tan recurrente en su azarosa vida sentimental.
Mejor el tango que el masoquismo de un intelectual decepcionado. Fernell Ocampo Múnera tuvo paciencia para entregarnos su historia, letras y el nombre de sus cantores, con policromía de anécdotas, dándole vigencia a quienes tuvieron plumas para exaltarlo. Enrique Santos Discépolo, Pascual Contursi, Matos Rodríguez, Cátulo Castillo, Héctor Pedro Blomberg, Homero Manzi, Enrique Cadícamo, Celedonio Flores escribieron sonatas porteñas para ser deleitadas en “El viejo Almacén” o en el recodo en donde Pichuco hacía malabarismos con el acordeón. Son versos con ventiscas de pampa, otros redactados sobre las olas tranquilas del río La Plata, muchos salidos de las bohardillas del licor. Desmenuzar esa poesía es un placer. En los rescoldos de ese lenguaje lunfardo, en el fárrago de un diccionario que solo hablan los taberneros, hay pensamientos luminosos, metáforas inconcebibles, hazañas sangrientas de matarifes. Borges exaltó esa truhanería de compadrazgos.
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