Estos libros son oradores. Juntos hacen un vocerío orquestal que jamás se desafina. Peroran, gesticulan, punzan, incitan, son extrovertidos, vociferan, son rebeldes. Su ágora es infinita, y la oquedad que logra su silencio se diluye en adormecida lejanía. El público que asimila los mensajes está ahí, para peregrinar por entre las líneas de sus páginas. No les es extraña la digestión que hacen los lectores y que absorben su contenido. Que los mediten sí y conceptúen, que los aplaudan por su talante o los desechen por inútiles.
Los libros miran. Sus ojos son centelleantes, parpadean, penetran, todo lo captan. Son remilgados y quisquillosos. No gustan de la oscuridad, aman la luz y se dejan abanicar por las ráfagas del viento. Cuando se empolvan reclaman una mano piadosa que las libere de los acosos tolvaneros. Rechazan las algarabías. Prefieren el aislamiento, el murmullo, la tenue voz que tienen los secretos, mejor el silencio que fertiliza. En esa aparente soledad se dejan ver, tocar, oler, gustar y palpar.
Son seres vivos, duermen como los humanos, se ensimisman, despiertan al amanecer, se desperezan, sacuden sábanas invisibles, ensanchan pulmones, y buscan diálogo. Conversan.
Los libros se hacen de palabras, señoritas empinadas de manejo cortesano. Rechazan el abandono. Prefieren un Disraeli que se trasladaba a su pegujal campestre para conversarles e intuir sus respuestas. Son consentidos. Aman a quienes los acarician, o los incitan para el coloquio. Como en una pasarela, se hermosean, estrechan la cintura, automiran sus espaldas, se contraen, se dilatan, tienen testa encabellada y pómulos risueños. Se relajan y después de los arrullos, retornan al nicho de las estanterías.
Los libros son mensajeros. Disertos sí, tribunos también. Alimentan sus contenidos. Son profundos, crípticos a veces, livianos o adustos con ceño arrugado. Unos merecen el Don por sus copetes donairosos, y otros son prosaicos y aburridos. Pero de todos se aprende. Ellos son para Umberto Eco el “cerebro universal”.
¿Desaparecerán los libros de papel? ¿Nos confinarán a leer en libretas electrónicas, naufragarán las editoriales que los editan para trasladarnos a unas tabletas de metal? Se va estrechando su gobierno. El internet avasalla, destruye linotipos, saca del ring la lisura de la hoja, testigo por milenios de lo que ha sido la erudición acumulada de la humanidad.
Estos intelectuales modernos que utilizan libros digitales desconocen el encanto del papel que tiene ambrosía, un raro perfume de selva. El libro es cuna imprescindible de la creación estética. Tiene tibio calor de amante, es celestino, le abre espacio a las fornicaciones escondidas, suyo es el remilgo que cautiva. Sobar un libro es tan incitante como las caricias que se resbalan sobre la piel de la amada. ¿Cómo puede hablar y escribir quien no lee intensamente? El verbo fluye, la metáfora llega, el sustantivo jinetea, el adjetivo luce, cuando las bibliotecas son las retaguardias de una cultura aceptable. “No me preguntes cuántos libros he escrito, sino cuántos he leído”, dijo Borges.
Leer es un banquete. Detenerse para captar mejor la belleza de una frase, abrir el diccionario para escudriñar significados, resaltar y anotar al margen de las páginas, hacer un vademécum de temas que subyugan, en síntesis, vivir con el libro, respirar con él, palpitar, arroparlo con ternura de enamorado. ¿Podrá haber intimidad sexual más estremecedora y perdurable? ¡Cuántos ojos quisiéramos tener para leer mil libros al mismo tiempo, con cerebro infatigable y memoria para asimilarlos! Borges tuvo razón.
En Tianjin, ciudad de China, se hizo apertura de una librería con 1,2 millones de ejemplares. 15.000 lectores la visitan en los fines de semana. ¡Qué bello mensaje!
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