Se nos enseñó que tuvimos principio en el Paraíso Terrenal. Según una novela reforzada, sin conocerse el cómo y el cuándo, allí apareció Adán, amo absoluto de todo lo creado. Esa versión es quimérica. Si la ley de la genética no ha cambiado, desde siempre surge la vida humana del acople entre un hombre y una mujer. Aquello de que fue suficiente el soplo divino para que apareciera Adán como rey del mundo, es el cuento que en las aulas se aprende y que los católicos, sin controvertir, aceptamos.
Démosle crédito a ese relato. ¿Cómo sería el despertar de Adán en el primer día de su vida? Asombrado advirtió que se encontraba dentro de una cueva, con luz radiante que estimulaba su curiosidad para saber qué ocurría por fuera de ese bodegón. Bostezó largamente, se desperezó, estiró los brazos, y tanteando salió atónito a conocer la malla de una naturaleza viva.
¿Qué vieron sus ojos asustados? Cerca, un compacto nudo de árboles frondosos, grandes y pequeños, verdes de todos los matices; escuchó la algarabía de unos pájaros que como saetas cruzaban a su lado; vio alimañas que se deslizaban sinuosamente; se le arrimaron unos perros con alegre abaniqueo de colas; un poco más allá, percibió el bisbiseo de una cascada que descendía por una ladera empedrada. Alzó la vista y detectó un horizonte que se iba alejando en anchura sin fin hasta desvanecerse, muy lejos, en tenues nubes de algodón. Captó espinazos de montañas sucesivas y sus oídos fueron entretenidos por el estrépito musical de los ríos. Presenció el despunte del sol en las madrugadas, su fortaleza iluminante en el medio día y el ropaje cárdeno cuando el astro se acostaba sobre un tendido de sombras.
Adán se hizo a una inesperada compañía. En sus andanzas solitarias, capoteando fieras, sumergiéndose en ríos y azorado en nados, subiendo y bajando repechos de colinas, vio un bípedo que confundió inicialmente con un canguro. Tenía pies elásticos y cintura estrecha. Ambos estaban desnudos pero desconocían la malicia. Se miraron a distancia. Ella le desgranó una sonrisa que lo dejó alelado. Ambos desconocían la fonética de las palabras e iniciaron, desde lejos, un diálogo por señas.
Adán regresó a su covacha pensativo. Ese animal tan tierno, con un pecho joven adornado por dos flotantes pezones, esos glúteos redondos y la soltura para dar los pasos, quedaron calcados en su corazón. Se desveló y programó verla de nuevo. No esperó que clareara, metió en la mochila un sustento ligero, tomó su bastón, alzó la mirada, afinó el olfato, y caminó. La encontró encaramada en un árbol. Las uñas largas pelaban frutas, deslizaba la punta de la lengua en saboreo exquisito, aventaba a los lados, por mitad, su cabellera, y explanaba la vista por el sendero que el otro animal había tomado. Sin saber por qué una suave morriña la introvertía. Se reencontraron. Él se acercó. Ambos, atónitos, se detallaron. Adán tenía cara ovalada, ojos apacibles, pecho ancho, brazos enérgicos y olor incitante. El otro bípedo era débil. Buscó acurrucarse al lado del fornido animal, tomando sus manos para acariciarlas. Se contemplaron. Se comunicaban con pujos melindrosos que cada uno descifraba a su manera.
Descubrieron el dolor de ausencia. Adán regresaba a su cueva pesaroso. Ella comenzó a llamarse Eva. Buscaba intranquila su refugio y sentía un temblorcillo dulce regado por todo el cuerpo. Se necesitaban. Diariamente el uno apuraba el ordeño de una vaca con ubre generosa, e hizo ritual el trote mañanero. La otra, desde un barranco, visualizaba las travesías por donde llegaba el bípedo que le quitaba el sueño. Estallaba de alegría cuando lo enfocaba afanoso, menudeando pasos, para acercarse a ella.
El encuentro era afectuoso. Eva señalaba su corazón. Adán tocaba el suyo, con intercambios de suspiros. Juntaban sílabas y de pronto armaban palabras en ese incipiente idioma de escasos vocabularios. De tanto repetirse las entrevistas, Adán, turbado, cerrando los ojos, ladeándose, le hacía comprender que deseaba que ella durmiera en su cobertizo. Eva, con miñocos, evidenció la pena que le daba porque incomodaría a su amigo. Después de un intercambio de penetrantes miradas, salieron juntos, cogidos de las manos, hacia el escondido albergue de Adán. Eran inocentes. Se acostaron, ovillaron los cuerpos, descubrieron el embrujo de las caricias, se entrepiernaron y durmieron. La aurora fue pregonera de felicidad. Las alondras celebraron aquella unión imperfecta, y los dos decidieron seguir compartiendo el rudimentario lecho.
En una hondonada de Eva estaba el árbol de frutos prohibidos. Los amantes-curiosos- se encaramaron en él, lo manosearon, hurgaron sus raíces, se columpiaron por sus ramas, olieron su ambrosía y ese descubrimiento abrió a la humanidad una apetencia incontrolable por la cópula carnal.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015