Y así sigue la vida, llegan los ciclistas de la juventud a Manizales, el sol y los artistas, los atardeceres rosados. Se va y vuelve la vida. La artista Anna María Botero, Sofos para los amigos, inauguró el pasado jueves en la sala Óscar Naranjo del Teatro Fundadores la exposición “Dibujos al carbón” y no vayan a creer ustedes que son dibujos al carbón. Están invitados a comprobar que no se puede esperar algo así de Sofos. Se trata de una invitación a cuidar nuestra tierrita, que como dije en mi columna pasada, se está pronunciando, y el de Anna María, es un llamado a oírla.
Es ceramista, vive su vida inmersa en la esencia de la tierra, y en esta exposición… tampoco hay cerámica. Hay vida y hay muerte. Tengo una enorme conciencia de la naturaleza y veo con asombro la precipitada destrucción que hacemos a nuestro planeta y su biodiversidad, dice la artista, siendo el mar el lugar donde empieza la vida hagamos una reflexión sobre la forma en que lo destruimos con manejos inapropiados en la extracción y transporte del carbón.
Y uno entra a la exposición y lo primero que se encuentra son morros de sal y de carbón traídos de Manaure y del Cerrejón. Qué gracia tiene eso podrán pensar algunos insensibles. Pues la gracia es esa: ponerlos allí. A la muestra que fui hace muchos años en Bogotá, Travesías, se llevó de Santágueda un palo de un árbol y sin pulirlo ni pintarlo lo chantó con la horqueta hacia abajo a la entrada de la Quinta Galería, y le puso “Autoretrato”. La imaginé entre los cafetales, con su perro al lado, sollándosela con el paisaje y encontrando formas al revés. Y entonces mandó cortar el palo, lo abrazó de arte, le dio su nombre y se lo llevó a la Galería más pinchada del país. Esa es Anna María Botero, ceramista de la vida.
“Travesías” se trataba de eso, del viajero que va por el camino sin saber a dónde va. Ahí no había destrucción, sólo vuelo. Fui con mi mamá. Nos fuimos elegantísimas a encontrarnos con Marta Urrea, la mamá de Anna María, íntima de la mía, que estaba feliz de vernos, y cuando llegamos sonaron los músicos al compás de los meseros. Nadie sospechaba que la destrucción correría por mi cuenta.
¡Pero yo qué hago si siempre todos esperan algo de mí! Y viene hacia nosotras un cucho peliblanco con pinta y caminadito de playboy que atraviesa la sala sin percibir siquiera la imponente paloma esculpida por las manos de la artista y puesta en la mitad del recinto. Y los vallenateros al lado. Y a mí que me privan los conjuntos vallenatos de los de antes. Y como el señor era de antes estaba privado también. Y yo que tenía mi tumbao, aunque no tanto como ahora, y Marta y mi mamá a pedirme que baile con el señor. Yo rogada, la verdad. Pero, para no decepcionarlas, salí a bailar. Imagínense el oso, en una galería de arte nadie más bailaba, por supuesto, y lo peor, yo en sano juicio.
Quince mil dólares marcaba la noche. Eran como las 9:00 PM. Mi mamá me había hecho poner tacones y viendo yo que él se esforzaba con sus mejores pasos, Paul Correa, dueño de la rumba bogotana en la época de antes, me dio pena bailarle sin ganas y lo dejé darme una voltereta de esas que odio, y ¡taz! La paloma voló.
Cayó en pedazos. Con decirles que llegó hasta la policía. Nos subieron a un altillo, y allí, como si nada, vi al maestro Fernando Botero, tío de Anna María, quien estaba en el sitio VIP con unos amigos. Todos preocupadísimos por la perdida y por la pérdida. Declaré con cédula en mano que yo lo hice, que en mi baile de la vida liberé a la paloma, pero los de la aseguradora no eran poetas y me toco decirles llanamente que fui yo quien la volvió mierda.
Así pagué. No cárcel, la aseguradora pagó el daño. Creo que por eso es que dicen que la seguridad es mejor que la policía…
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