Qué puedo hacer si no les creo a los que dicen “a mí me fascina cocinar”
¡Es que no puede ser! A quién le va a gustar mantequear y lavar platos. A nadie le puede fascinar meterse a una cocina a picar ajo y cebolla y tocar con sus propias manos carne de vaca muerta. Qué clase de persona disfruta mientras aguanta calor al lado de una sartén caliente que le escupe chispas de aceite en la cara. Quién puede disfrutar empuercando trastos que le tocará lavar después. Y secar y guardar en su sitio.
Si fuera que tocara una vez al mes, o siquiera una al día, yo les creería. Pero esa esclavitud desde que uno se levanta hasta que se acuesta, todos los días indefectiblemente, esa vaina no le puede gustar a nadie ¡no me jodan! Esa tragadera está mal inventada. Eso es una enfermedad crónica. El castigo del edén. Todo para que uno tenga que ganarse el pan con el sudor de su frente, cinco veces, que dicen ahora que hay que comer al día. Y no hace uno más. Trabajar para hacer mercado para comer cinco veces durante las doce horas que está despierto y las que le quedan libres pensar en qué es lo próximo que se va a tragar, de dónde lo va a sacar y cómo lo va a preparar.
Qué injusticia. Como si cocinar fuera mejor que hacer lo que uno quiere. Qué perdedera de tiempo en esa enguanda diaria como si fuera lo principal en esta vida. Escribir, leer, pintar, jugar, rumbear, nadar, amar, imaginar, dormir, soñar, pasear, comprar. Todo es secundario y opcional. Lo único obligatorio es comer a toda hora. No me parece muy creativo que digamos.
Porque comer es rico, cuando le sirven a uno y después le retiran el plato de la mesa. Entre amigos, tomarse unos vinitos y picar delicias que algún otro ha preparado es una delicia. Una vez al mes encargarse de hacerle a su pareja unos langostinos al ajillo mientras se toma siquiera una cerveza y oye su música preferida. Pero uno solo entre la cocina en sano juicio y con hambre haciendo carne, arroz y papa para llenar el buche, ese no es programa para gente linda y culta.
Sí. Soy flaca. Escasos cincuenta kilos. He sido flaca siempre y se lo tengo que agradecer a mi mamá, que nunca ha sido gorda pero siempre se ha sentido, y por eso jamás me insistió que comiera; en mi casa el que no quería, no comía. Ella no iba a ser como esas mamás obesas que uno ve por ahí tan tranquilas devorando con su hijita gorda combo de hamburguesa con papitas fritas y malteada de chocolate. A mí me perdonan, pero eso es execrable. Por eso mi mamá me parece sabia.
Ella siempre estaba a dieta, pero dizque le fascinaba cocinar y lo hacía delicioso. Me perdonarán otra vez, pero pienso que quienes lo disfrutan tanto es porque tienen el vicio de comer. No son tan sanas y rozagantes las personas que les fascina cocinar para poder comer cinco veces al día y se creen muy sibaritas y exquisitas. Como si tuvieran un gran vacío o un león insaciable en sus entrañas que las somete implacable a su apetito voraz. Por eso no entiendo a los gordos. Y otra vez me disculpan, pero para adelgazar la única dieta que funciona es cerrar el pico sin inventar disculpas. Y es tan fácil. Cuando se hace, no hay que cocinar ni lavar ollas ni cubiertos, y hasta queda tiempo para hacer nada, que eso sí es delicioso.
Tengo una amiga que me tiene mucho pesar por ser tan flaca. Un día, que no había nada en mi nevera, se rebuscó y encontró unas papas. Feliz me dijo que ya teníamos almuerzo. Ella, que le fascina cocinar y pesa más de ochenta kilos, haría de entrada cueritos fritos de papá con salsa de papa y como plato fuerte lasaña de papa ¿Todo eso con unas papas? Le pregunté asombrada y me contestó: es que la única diferencia entre una gorda y una flaca es la creatividad…
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