Desde que pienso todas las mañanas en no pensar y despertarme a meditar como lo hace mi amiga María Isabel, busco una india, profesora de yoga, que me logre enseñar a relajar. Ya les conté la semana pasada que me ha sido prácticamente imposible depurar mis pensamientos. Y ahora, peor, después de esa columna “Pensando en no pensar” María Isabel no quiere ni siquiera tratar de volverme a enseñar un poquito cómo es que se olvida todo en un instante de meditación profunda. Me dijo que me perdonaba que en el mismo escrito la nombrara a ella y a Petro, pero no que la hiciera quedar como mala profesora de yoga. Y no lo es. Pero piensa que fue en vano la ida al río conmigo, la trepada a la roca en contra de la corriente y hasta las mariposas blancas que revoloteaban sobre las aguas bañadas de sol. Allí, en posición de loto cerró sus ojos al viento, respiró profundo y me dijo: piense en el río.
Esa platica se perdió, fueron sus palabras. Y la de la doctora, también. Me la recomendaron para un cigarrillo, digo, un tratamiento para dejar de fumar. Llegué al consultorio de esta médica con una luz de esperanza, pagué la consulta por anticipado, y me encontré con una mujer somnolienta, y amable, sin gota de maquillaje y un poco despeinada. Con bastante esfuerzo me preguntó los datos para la historia clínica, y cuando quise contar mi historia compulsiva, ella se levantó y atravesó la mágica cortina blanca hacia el país de los sueños. Dos colchonetas blancas en el tapete blanco, velas blancas, velos blancos, todo tan precioso en esa penumbra iluminada. La doctora con sus pantalones y blusa blanca se quita sus tenis blancos y se tira a la colchoneta y me pide que yo haga lo mismo. Pensé que mirando al techo blanco podría yo por fin hablar de mi historia de ansiedades, pero ella procedió a explicarme que para poner la mente en blanco debía cerrar los dedos de las manos en un círculo, para guiar y bloquear, abrir o cerrar el flujo de energía y reflejarlo en el cerebro. Me quedó clarísimo. Me tendí hacia arriba, relajé mis piernas, mis brazos extendidos, cerré los ojos y ella empezó a respirar profundo y a contar al compás de su respiración los números del veinte al uno. Yo abría los ojos despacito con temor de tirarme el tratamiento si la sorprendía hipnotizándome para hacerme despertar después sin ganas de fumar y así ganarse la platica, y la encontraba siempre en la misma posición, hacia arriba, relajada y feliz como quien no le roba nada a nadie.
Así transcurrió todo el tratamiento, y hasta llegué a pensar que me había hipnotizado, porque yo siempre volvía. Creo que conservaba la esperanza de que llegaría el momento de hablar del cigarrillo, del problema adictivo, de la ansiedad y la falta de voluntad. Pero nada de nada. Terminaba de dormir conmigo y se levantaba sonámbula para recibir entre bostezos la fila de pacientes que la esperaban ansiosas por pagar para tirarse a dormir en el piso contando al revés.
María Isabel por lo menos se sostenía en el filo de la roca en su hermosa posición de loto con ese cuerpazo torneado por la práctica diaria del yoga. Pero esta señora hasta llegó a roncarme. Después de ella fue que le pedí ayuda a María Isabel, mujer de su casa que vive sin consumir nada y parece tan normal y apacible como si eso fuera normal. Ya quisiera yo despertarme a meditar y no a fumar. Pero no soy perfecta como ella. Y me he dado cuenta de que entre más depuro mis pensamientos más negros los encuentro. Ya quisiera yo también sentarme en el filo de la roca a meditar sin pensar que van a aparecer unos tipos a violarnos.
Pero quiero reaprenderme. Reinventarme. Dejar todo atrás en un suspiro. Ir eliminando pensamientos hasta llegar a ese último y primario: la canción que siempre queda cuando no se piensa en nada, nada de ti, nada de mí, una brisa sin aire soy yo, nada de nadiee…
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