Pensé que podría dejarlas en la perrera de la finca. Estaba segura, porque no conocía esta otra dimensión del amor sin fin. La Canchis fue el principio de todo, no pude resistir llevármela para mi apartamento. Era chiquitica, la cosa más divina que he visto, con sus orejas largas y carita triste. Me perseguía. Era la más traviesa y la más grande. Me escogió a mí y yo a ella. Las otras se quedaron con la mamá en aquel patio frío helado de donde la saqué.
Salimos con ella directo a una veterinaria para que la bañaran, la vacunaran y le hicieran todo lo que tuvieran que hacerle para que pudiera dormir conmigo. Nunca me imaginé que iba a tener un perro, les tenía miedo porque no sabía que eran tan confiables. Pero Dios hizo a los cachorros irresistibles precisamente para que los humanos los queramos salvar y yo caí en la gloria de su divina sabiduría: volví por las cuatro que quedaban y las acomodé a las cinco en el apartamento. Por las noches lloraban todas y yo las arrullaba y les daba tetero a las tres de la mañana. Logré la adopción de dos y la idea era tener a las otras tres con nosotros mientras crecían un poco para ir a dejarlas en la finca. Y llegó el día, y allá se quedaron en la perrera, desconcertadas y tranquilas. Cuando volvimos me hicieron mi primera fiesta de amor perruno, y la noche fría y lluviosa en que nos devolvimos para Bogotá, se quedaron otra vez solitas en la oscuridad mientras yo lloraba en silencio y ellas, a los alaridos daban aullidos de amor que se oían a kilómetros.
Después de ese drama, entregamos el apartamento para alquilar una casa donde las pudiera acomodar, y me dediqué a ser esclava de esas tres perras. Canchis, Sasi y Luna son mis dueñas. Criollitas. Padre desconocido. Si no me las llevo no creo que se hubieran salvado; sin vacunas ni amor no sobrevive un perrito. En la nueva casa, las sacaba tres veces al día y crecieron tan rápido que muy pronto me arrastraban por el parque, entonces me tocó hacerlo de una en una, o sea nueve vueltas diarias al parque a ver si quedaban mamadas para que dejaran de comerse mis muebles. A las siete me sacaban de mi cama con ese frío de Bogotá a que las llevara a jugar y jamás me quejé de mi suerte, aunque esos kilitos que perdí no los he recuperado. Vivía agotada. Cuando las soltaba para que no me arrastraran se me volaban y se me perdían y yo lloraba mientras ponía carteles por todo el barrio ofreciendo recompensas. Supe que los vecinos me decían “la loca de los perros”.
Estuvimos un año en esa casa, después nos fuimos a vivir a una finca donde no tuviera que sacarlas. A esa finca vino una gatica a tener sus niños y un día se fue, sabía que se los cuidaríamos y ahí los dejó. La manada creció, y con los nuevos bebés, Mía y El Negro, éramos felices hasta que un día Sasi se logró meter en la finca de los vecinos donde había dos pitbulls hembras. Casi me la matan. Después de salvarla resolvimos irnos a otra casa, una que tuviera un patio con muros alrededor para que Sasi no se volara, porque es escapista la perra. Y ahora vivo feliz con mis cinco animales. Cambiaron mi vida y les pertenezco en cuerpo y alma. No me importa lo que piensen de la loca de los perros porque es muy cierto que me tienen loca, y los gatos también. Comprendí que los animales son lo mejor que hay sobre la faz de la tierra, que en sus ojos está la luz del mundo, el amor incondicional y primario, la ternura, la inocencia, la confianza, los sentidos sublimados, la inteligencia intuitiva, la felicidad sin límites. Ni un solo animalito que comparte con nosotros este planeta tiene menos derecho que nosotros a ser amado y ser feliz en su vida. Están aquí, con seres humanos, para enseñarnos que es posible amar como ellos aman, con generosidad, en silencio y para siempre.
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