Tiene su encanto, la pólvora, pero el precio es muy alto. No quiero saber el número de quemados en Colombia anoche en el alumbrado. Y pienso que ya no estamos para eso. A mí me gustaba, no lo voy a negar, me encantaba, hace mucho tiempo. Aunque era igual de peligrosa o peor que ahora, era normal, casi obligatorio, echar pólvora en diciembre, y que sonara bien duro. Eso ya no. Es verdad que el mundo entero celebra con espectaculares fuegos artificiales, New York, Sidney, Pekín, todos se besan a las 12 bajo el cielo iluminado, el espectáculo es sensacional, pero si no sonara. Si es manejado por profesionales -que de todas maneras corren riesgos- el que quiera celebrar en la calle mirando para el cielo, que lo haga, y el que no quiera no tiene por qué estremecerse con el ruido de otros. El que no le gusta la pólvora se queda en la casa frente a la chimenea viendo fuego real, con su familia y sus mascotas, si quiere. Pero no tiene por qué vivir esta tragedia de tener amigos fieles y pensar que hasta se pueden morir con esas explosiones tan salvajes. Y es que a los animales no vale explicarles. Cuando hay tormenta, no entienden que es la naturaleza embravecida, menos van a entender cuando explotan los voladores, que es la gente, quemando plata.
No sé si es que no han visto a los animales caer al piso temblando, correr desubicados, llorar con los ojos desorbitados. Los que todavía echan pólvora no se han imaginado qué pensarían ellos si no supieran qué es eso, si no la vieran y solo la oyeran, creerían que explota el universo. Por qué causarle a un ser sintiente una sensación tan pavorosa. Por darle gusto a los ojos. A los oídos. Dirán. Les puedo asegurar que los oídos no lo disfrutan, que prefieren oír cantar los pajaritos, y al otro día no los oyen, porque las aves se van, abandonan sus nidos y no regresan a su árbol, porque tampoco entienden, y no lo vuelven a considerar un lugar seguro. Muchas se mueren ahí mismo de un infarto, y como casi siempre es de noche, cuando ellas descansan, apenas retumba la primera explosión, se acaba su mundo. Los gatos se esconden por días, bien lejos, y a veces no encuentran el camino de regreso, o no quieren, nosotros tampoco entendemos. Pero qué pasa con las personas, cómo hay papás que exponen a sus hijos a quemarse, adultos borrachos que todavía creen que no les va a pasar nada manipulando material explosivo. Además, esa clase de sonido no es bueno para el corazón ni para el alma. Eso no es música para los oídos de nadie.
Ya en algunas ciudades de Italia los juegos pirotécnicos no suenan, precisamente por los animales, y a eso debe llegar el mundo, aunque si los prohíben antes de que eso suceda, a los que les gusta pueden buscar en Internet un video y verlo en una pantalla grande, y ponerse unos potentes audífonos. Cuál es la diferencia si ahora todo es virtual. Pero no se puede someter a nadie al gusto de otros, y mucho menos, si afecta tanto la vida y la tranquilidad. Yo, por ejemplo, no puedo pasar 24 ni 31 con mi familia, que estará reunida en la finca de mi hermana. Sin pólvora. Pero no me puedo ir de mi casa y dejar a mis tres perras y dos gatos en un momento de pánico de ese calibre. Y yo también sufro de pánico de pensar que se me van a perder y no van a volver. Mis mascotas son mis mejores amigas y también son mi responsabilidad ¡No las puedo dejar solas porque ellas no entienden! Y con ellas y Diego, me voy a encerrar en un cuarto con imágenes de animales en la televisión y música clásica a un volumen aguantable que disimule un poco las explosiones. Antes tengo que darles unas gotas de valeriana y ponerles algodones en los oídos. Todo eso, y de todas maneras van a quedar paniqueadas, temblando, enfermas, disminuidas, desubicadas.
Se necesita no tener corazón para echar pólvora explosiva a estas alturas de la vida.
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