¡Que me esperen un poquito más para el cierre por favor! Señor director, es que como les conté estaba de trasteo para Villeta, y ya llegué. Lo que sí no creo es que logre arreglar esto en un año. La verdad es que no sé si dejarlo así y empacarlo bien para marzo del 2018 cuando se acabe este contrato de arrendamiento.
Ya en este momento debería haber mandado la columna. Le pido disculpas porque en la única columna que puedo pensar es en la de mis veinticuatro vértebras que me duelen todas. Y las piernas. Qué cansancio. Pero lo que más me duele es pensar que la nube la llevo yo encima. No solo ésta que no me deja pensar, ni la del humo que estoy echando. La nube de rayos y centellas que cargo yo a donde voy con este pesado equipaje que no me permite descansar de mi tormenta propia.
Desde que pisé esta tierra villetana no ha parado de llover. Se supone que escribiría mis artículos al lado de la piscina y bajo el sol radiante encontraría la inspiración que no viene con la lluvia. Se supone que el patio iba a ser un verde tapete para que retozaran mis perritas y no un pantanero para que se revuelquen. Cumpliría el sueño de sacar mis trapos al sol. De broncearme ocho horas diarias si es que quiero. Creería uno que a ochocientos metros sobre el nivel del mar va a encontrar el anhelado calor tan perseguido. Pero resulta que no. Anoche con cobija. Y las toallas que lavé ayer por la mañana todavía están húmedas. Se evaporó como el sol la esperanza de acariciar mi cuerpo cada día con toallas secadas por el fuego del astro rey. Y dormir envuelta en sábanas rociadas de rayos de sol y luna llena. Nada de eso; todo se perdió en la lluvia. Los rayos son de tempestad desde que llegué.
Igual fue el año pasado cuando nos trasteamos a una finca por La Vega, aquí cerca a Villeta yendo para Bogotá. La primera noche dejamos todas las cajas en el porche de la finca, un estadero delicioso rodeado de naturaleza y también de canales y techos rotos y, lógico, llovió. Cómo diablos no iba a llover si yo llegué. Todo se inundó y las cajas escurrían, las cobijas, las almohadas, las maletas. Todo. En la casa llovía para adentro. Los dueños nos explicaron que era por la época y que no reemplazaban los anjeos por vidrios pues en julio y en diciembre hacía mucho calor en la casa. Nos arreglaron el techo y ya no llovía adentro, pero sí afuera. Y llovió y llovió y llovió todo el año. Pasé por junio, julio y agosto esperando a que la casa se volviera caliente y pasé diciembre con medias y saco puestos.
Fue lo mismo hace dos años que llegamos a Cali… pues, cerca. No en Cali Cali, como me dijo Diego cuando nos fuimos a vivir a su tierra, sino cerquita, en El Saladito, a quince minuticos. Pero para arriba. Unos 1.600 mts snm. También con piscina que no disfruté nunca porque era gélida como en La vega. Y él no fue el único que me engañó con el clima, también lo hizo el paisaje. Palmeras a un lado de la piscina, y al otro, pinos. Y cada cual ve lo que quiere ver.
De allá también nos fuimos buscando el calor -la calorcita como dicen por acá- huyendo del frío al que le tengo pavor. Por mí me iría cerca al mar. El frío se me mete en los huesos y en el alma. La neblina me hunde. Mis lágrimas me funden en la lluvia.
Así como ahorita señor director, hundida, fundida en un mar, pero de lluvia. Ahí le mando. Por favor acepte mi disculpa ¡A mí no me pidan más!
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