Antes, uno viajaba, se iba a otro continente otro país o ciudad, y se iba de la casa. Hoy se ausenta solo un poco ¡Qué diferencia! Esta nueva vida se la debemos al avance de las comunicaciones, que a mí me abruma por completo, me descresta, no alcanzo a comprender cómo es que es tan normal eso de estar siempre.
Mi sobrina se fue hace unos días a estudiar a Buenos Aires y nunca había estado tan cerca. Chateamos todo el día, nos cuenta qué come, a dónde va, a qué horas llega y todo eso de lo que no nos enterábamos cuando vivía aquí. Antes de irse ya sabía dónde era la casa a la que llegaría pues había caminado todo el barrio en Google Earth, sabía cuánto le iba a costar el Uber del aeropuerto a la casa, ya conocía por video llamada a la señora dueña de la residencia de estudiantes y eran íntimas amigas. Nada que ver con la odisea cuando me fui a Londres el siglo antepasado.
Cuando Dani se fue nos chateó en el avión hasta que tuvo que apagar el celular. Y cuando llegó al aeropuerto de Buenos Aires nos hizo una video llamada por whatsapp. Luego llegó en Uber a la casa, que ya conocía, la recibió la señora, que ya conocía, y nos mandó un video de su nuevo hogar. Antes de dormirse nos mostró la piyama que se puso y al otro día desayunamos con ella en directo.
Cuando yo llegué a Londres la primera carta que escribí le llegó a mi familia después de un mes de enviada. Aunque ya sabían lo ocurrido, un mes tarde vivieron conmigo mis angustias. Mi papá mandó a empastar esas cartas en un libro que se llama Cartas Carolina. Eso sí que suena absurdo en este siglo. Cartas en papel delgadito y transparente, escritas a mano, chorreadas de lágrimas, en un libro que se abre y tiene hojas para leer, qué cosa más rara, una antigüedad. Aquí lo tengo, y ni yo misma lo puedo creer.
Durante cuatro días les escribí lo que me pasaba, con letra chiquitica para que no saliera tan caro el correo. Me fui recomendadísima, todo el viaje programado, por carta, porque no había ni fax, por intermedio de una prestigiosa agencia. Todo lo más confiable que se pudo, certificados de estudio llenos de sellos, nada de inscripciones online. En el aeropuerto me estaría esperando la dueña de la casa donde viviría un año mientras aprendía inglés. Absurdo también hoy en día un recién graduado que entienda lo mismo de inglés que de ruso o mandarín. Si no me recogían, las posibilidades de que llegara eran mínimas. Y efectivamente, no me recogieron. Esperé horas, el 2 de febrero de 1985 en pleno invierno, y nada, nadie. Como a las 11 de la noche cogí un taxi ¡Ah! Una cosa que acabo de leer en Cartas Carolina, que es más absurda todavía, cuento que una paisa en el avión me gorrió cigarrillos todo el viaje. De nada de eso me acuerdo, pero es un hecho que se podía fumar en los aviones. Lo digo porque en esta primera carta todo era cierto. Después empecé a decir mentiras, supongo, porque no recuerdo casi nada de lo que escribí, en cambio sí tengo en mi mente lo que no se podía contar; porque uno se iba a vivir su vida, no la que se podía mostrar en Facebook y en el chat de la familia.
Como no podía ni llamar por teléfono, dormí tres noches en casas desconocidas, pasé más de 48 horas sin comer, me tocó orinar en la calle, todo esto con 1.500 dólares en el bolsillo y 18 años, que no me sirvieron para nada. No me fui a un hotel, por la maleta. ¡Cómo es que me mandan con una de 80 kilos! No podía caminar con ella a coger un taxi y no la quería abandonar. Pensé devolverme, pero me quedé, por la maleta. Con la chaqueta de invierno de cuero puro y tieso abullonada por dentro con lana virgen, no me podía mover. Y los zapatos dizque de invierno no me permitían caminar por esos charcos congelados de Londres, solo patinar. Yo solita por ahí. Y escribía cada hora mi carta de letrica así de chiquita a ver si me alcanzaban las hojas para describir la tragedia de largarse de la casa sin Whatsapp.
Continuará…
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