Algunos amigos y lectores han dicho que en las últimas columnas me han notado distinta, negativa, aburridonga. Pero no hay motivo de preocupación, tranquilos, aunque es verdad que no soy la misma, cambiar es un lujo que viene con los años, y los días, las horas, los segundos. Cambiar es irremediable. Y me pasa que ya no soy de lavar y planchar. Nunca he sido ni he dicho serlo, porque si uno dice que es de lavar y planchar, lo cogen de lavar y planchar. Y pasa también que después de los cincuenta cambian las prioridades. Cambian cada año de vida, cada día, hora, minuto, cada instante que pasa.
Cambian los gustos. Las mañanas. Las noches. Cambia el cuerpo, el mundo, la gente, todo cambia. Ahora solo nos importa la calma. Se da uno cuenta de que todo lo que ha hecho en los últimos cincuenta años ha sido para llegar al momento en el que nada tenga el poder de joderle la vida ni retroceder en la ira dominada, y en la calma. Ya no me interesa pelear con nadie. Ni me gusta el ruido, ni dormir donde me coja la noche. Ni que me coja la noche. Ni hacer camping. Ni las discotecas ni coquetearle a bobos malucos. Ni paseos sin rumbo. Ni hoteles de pobre. Ni amanecer en camas ajenas. Ni dormir sin piyama. Ni hacer planes, ni los grupos de amigos, ni los amigos nuevos. Ni siquiera quiero ser el centro de atención. Ahora me parece tan lejano lo que me pasó hace años con mi amiga Catalina, que llegamos a la rumba y los invitados ya estaban como prendidos y de pronto me dice que nos vamos ya de la fiesta porque todos se lo pidieron. Yo aterrada. Le dije que no nos íbamos a ninguna parte hasta que siquiera uno me lo pidiera a mí ¡Hoy en día aprovecho para irme inmediatamente de la fiesta!
Así que no se preocupen que soy feliz, así, de esta manera que traen los años. El ruido de la ciudad lo he cambiado por el de las chicharras. De mis antiguos gustos conservo el de la música, el sol, la poesía y reírme. De los nuevos gustos me gusta no cambiar nada por una conversación inteligente, de esas que hacen reír y que escasean. Las ganas se me han bajado, y me encantan así bajitas porque tengo el control. Mis prioridades ahora son pintarme las canas, regar las matas y dejar la cocina limpia. Mi única aspiración es no joderme. Ni joder. Mi abuelita Meneca me dejó un libro titulado “Tratado general de relaciones humanas” era la “novena edición puesta al día” escrito por autor anónimo. Sus 200 páginas solo decían: A nadie le gusta que lo jodan. A nadie le gusta que lo jodan. A nadie le gusta que lo jodan. Me lo robó hace tiempo un amigo que invité a una fiesta en mi casa.
Soy feliz con la brisa de la tarde. Con la lluvia sin frío. Con la flor que florece. No me voy de vacaciones porque vivo en vacaciones. De la piscina a la cocina en vestido de baño. Cuido mis perritas, mis gatos, mi casa, mi jardín. Me volví una señora, y las señoras somos aburridas. Pero si hemos amado la poesía de la vida eso no se nos quita. Solo que cambia el ritmo, la cadencia y la medida. Ahora el verso es libre. Y casi todas nos sabemos esta rima que declamamos cantándole a la vida: Yo, te amo con la fuerza de los mares, yo, te amo con el ímpetu del viento, yo, te amo en la distancia y en el tiempo, te amo con mi alma y con mi carne, te amo como el niño a su mañana, te amo como el hombre a su recuerdo, te amo a puro grito y en silencio, yo, te amo de una forma sobrehumana, te amo en la alegría y en el llanto, te amo en el peligro y en la calma, te amo cuando gritas cuando callas, te amo tanto, yo, te amo tanto…
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