Quién sabe qué le habrá pasado a Juliana María Moreno para tomarse el trabajo de intentar cambiar algunas de las leyes del divorcio en Colombia. Quién sabe qué infierno habrá vivido para tenerle que pedir a la Corte Constitucional que modifique artículos del Código Civil, qué vejámenes sufrir para ponerse a pagar abogados y a convencer magistrados. Tal vez la condenó al silencio un esposo de esos que no modula palabra ni opina ni siente y solo se le oye la voz cuando pregunta qué hay de almuerzo. O estará condenada al olvido por uno de los que se la pasan en la casa chancleteando, viendo fútbol y jodiendo por todo. O será su condena dormir cada noche con un tipo que no la quiere, o que la aborrece o la ve fea y se lo hace saber. Tal vez por eso ella lo dejó de querer y una mañana gris sintió un crujido frío y seco y cerró los ojos y pensó “se nos rompió el amor de tanto usarlo”. Aunque esta última es la menos probable, porque nadie se despierta una mañana y al abrazarlo, después de devorarse vivos como fieras, se da cuenta de que se le rompió el amor. Eso pasa después de mucha joda y mucho desgaste.
Ella presentó una demanda donde sostiene que impedirle al infiel solicitar el divorcio vulnera su derecho al libre desarrollo de la personalidad porque el Estado no puede obligar a nadie a mantener una convivencia que ya no quiere. El magistrado Alberto Rojas le dio la razón y presentó su ponencia ante la Corte. La solicitud no era otra que poder vivir su vida. No se conocen sus motivos ni tengo por qué saberlos para estar de acuerdo en que nadie tiene por qué estar atado a otro si no quiere. Así sea culpable; de amar, de vivir, de serle infiel o de no lavarle la ropa. De lo que sea.
Y por ocho votos contra uno, el miércoles pasado le negaron el derecho a hacer con su vida lo que le venga en gana. Pero quién la manda a casarse. No me explico cómo la gente se casa aún sabiendo que es para toda la vida. No entiendo por qué no pensamos todos como Neruda: Para que nada nos amarre, que no nos una nada.
Y se casan y van y firman los papeles conscientes de que, o se mueren para librarse del otro o en vida lo tendrán que demandar por alguna de estas causas de acuerdo a la ley colombiana: relaciones sexuales extramatrimoniales, el grave e injustificado incumplimiento de los deberes del matrimonio, los ultrajes, el trato cruel, la embriaguez habitual o el uso habitual de drogas y toda conducta tendiente a corromper al otro. Siete causas existen desde 1992 a las que en 2014 le sumaron otra que no existía: los celos. Y así los magistrados van por la vida dictaminando culpables por los que muere el amor y pronosticando motivos por los que el corazón deja de amar, odia o vuelve a amar o late sin control.
No deberían ni existir causales, la sola voluntad de alguno de los cónyuges debería ser más que suficiente, como lo es en Holanda, Suecia, Bélgica, Portugal, Austria, Grecia, Finlandia, Dinamarca, Islandia, Noruega, Reino Unido y Suiza. Y si para solicitar un divorcio que no es de mutuo acuerdo hay que demandar a esa persona que alguna vez se amó, pues que agreguen el mal aliento, la pecueca, los ronquidos, los pedos, hablar con la boca llena y la onicomicosis.
Si le hubieran hecho caso a Juliana, se podría lavar la ropa sucia solo en casa. Y no se tendría que volver a exponer a toda una familia al escarnio público en un estrado judicial donde la escudriñan en su más profunda intimidad. Pero no. Insisten en que los cónyuges culpables no pueden acceder al divorcio, así esto implique que el Estado determine la existencia de ese culpable, le diga cómo hacer su vida y le escoja su estado civil. Así se viole el derecho al libre albedrío del que sintió el crujido frío y seco. Pero eso sí, quién la manda.
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