Los ingleses han tenido fama de sustentar su equilibrio de espíritu al tiempo diario que dedican al cultivo del jardín, como en reencuentro con la Naturaleza, estímulo de la paciencia y el sosiego de espíritu. Robert-Louis Stevenson, en ensayo sobre la casa ideal, plantea la posibilidad de simular en el jardín el propio país, con sus tonalidades y contrastes. E invita a cultivarlo más con el olfato, en necesaria presencia de pájaros libres en ellos, de lo contrario se trataría de espacios carcelarios.
El desarrollo suele ser imprevisible. Planificadores hay de ocasión y aún formados en lo académico para dictaminar sobre lo divino y lo humano. En general lo que se impone es el mayor provecho económico de los territorios, en este modelo dominante marcado por el signo del dinero. Se apeñuscan las viviendas y las torres desafían a las estrellas.
Pienso el tema al leer el buen libro “Pequeños paraísos - El espíritu de los jardines” de Mario Satz (Ed. Acantilado, 2017). El autor, argentino, filólogo, poeta, ensayista, narrador, traductor, se ocupa de repasar los jardines, con sus singularidades, en diversas culturas. En el jardín griego resalta el prodigio de juego de luces y de sombras, consiguiendo por resultado una gran belleza de sus formas, al dar vida a especie de metamorfosis con afloramiento de la poética del alma, con el sentimiento memorioso de Sócrates, Platón, Aristóteles, y toda la estela de los pensadores clásicos, a la sombra de los árboles del Liceo, con reminiscencia de las musas y de Homero. En Epicuro aparece la idea de cultivarse la persona a la manera de un jardín, con hortalizas y frutales, para aprender a disfrutar la vida simple, con el gozo de lo cotidiano.
Los persas hicieron jardines cuadrangulares, con cotos de caza y pabellones de reposo. Cultivaron narcisos, tulipanes, lilas, jazmines, primaveras, amapolas, pero con predominio de las rosas, como representación de la ardua evolución humana, entre espinas y pétalos perfumados. En Babilonia, relacionada con el mito de la Torre de Babel, surgieron los jardines colgantes, reconocidos como maravilla del mundo clásico. En la India los jardines tuvieron presencia emblemática del loto, símbolo de espiritualidad, para convocar la lucidez y la serenidad, al amparo de Visnú, Brahma y Krishna, en la representación plástica. También se aprovecharon del nenúfar, reconocido como higo de las aguas o rosa de amor. De esas experiencias incorporaron a la cultura la transformación del dolor en fragancia, y de la angustia en perfume.
En la China clásica, con espacios para la casa del té, tuvieron el jardín para el ocio y la contemplación, y el huerto para el trabajo. Ambiente que representa la semilla del taoísmo, filosofía primera respetuosa del medio natural. Tuvieron el jade como asomo de la felicidad, de serenidad y de paz. A su vez, alentaron la idea de ser el tono del lenguaje lo primordial en las comunicaciones, con su alcance y sentido. En Japón entrelazan con misticismo la arena y el helecho, además con piedras, agua, musgo, árboles y pocas flores, con abundante variedad de grises, que interpretan como convergencia de todos los colores. Su religión tradicional, el “sintoísmo”, es animista y ecológica. En los jardines ubican un rincón con musgo en representación de la humildad, caracterizados por la sobriedad, donde acuden los poetas y los músicos; formas de veneración por la naturaleza. Se destaca también en esta cultura el cultivo del “bonsái”, delicada manera de restringir el crecimiento natural de la especie.
Alude a la tradición y significado del “Árbol de la vida” en diversas culturas desde los “filósofos herméticos” hasta encontrarse con Goethe quien estima la armonía vital más ceñida a lo vegetal que a lo animal. Recuerda al cantautor argentino, Atahualpa Yupanqui, en su canción: “El árbol que tú olvidaste/ todavía se acuerda de ti.” Pasa mirada por la estimación en los celtas, en la identidad que encuentra Filón de Alejandría entre el “Árbol de la Vida” y el corazón de la persona. De igual modo revisa cómo es considerado en la Kábala, iluminado de manera completa por el Sol. En el Génesis y en los Proverbios bíblicos lo halla identificado con la sabiduría.
Jeremías en la Biblia considera el alma de los humanos como un jardín o huerto para cultivar. Revisa lo ocurrido en comunidades judías dedicadas al ascetismo, con acogida en el desierto y la soledad, al igual que en el taoísmo de los chinos encuentra la armonía del universo, con su energía contaminante. Termina con el capítulo “Los diversos verdes”, al estimar de entrada el verde en sus diversas tonalidades como el color de privilegio que abruma los sentidos de la persona, con estímulos mentales, en expresiones también de gratitud y benevolencia, con lo sorprendente del fenómeno de la fotosíntesis por acción de la clorofila en las hojas verdes. Lo que me induce el recuerdo del poema “Morada al sur” de Aurelio Arturo con la expresión: “los bellos países donde el verde es de todos los colores”. Pareciese que en las pesquisas e interpretaciones de Mario Satz subyaciera ese verso.
Concluye el libro con esta celebración: “… la hoja, ingrávida, lleva sobre sí el peso cardinal de la existencia y ni teme por su fragilidad ni se angustia por su eventual caída.”
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