Este texto no es una proclama, es una invitación a dudar. Sospecho que el lenguaje incluyente –el de “manizaleños y manizaleñas”– no riñe con la economía ni con la belleza del lenguaje. Creo que se puede encontrar el punto exacto en el que se reconozca lo femenino y se conserve lo mejor de nuestro idioma: con una práctica más reflexiva de nuestras escrituras, y discutiendo sobre los discursos que tienen menos posibilidad de eludir el lenguaje incluyente, como los del Estado y el derecho.
La semana pasada, un juez de Bogotá ordenó cumplir el Acuerdo 381 de 2009 del Concejo de Bogotá, sobre lenguaje incluyente, y cambiar el eslogan de gobierno de la Alcaldía de Peñalosa: el “Bogotá mejor para todos” debe decir ahora “Bogotá mejor para todos y todas”. Este caso, en mi parecer, deja dos dudas valiosas.
La primera pregunta es si el lenguaje incluyente atenta contra la economía y el buen gusto del castellano. “El género es una categoría gramatical que no tiene nada que ver con el sexo”, escribió Héctor Abad Faciolince en 2006, al tiempo que mostraba varios ejemplos sobre cómo el género gramatical se cambia y se intercala indistintamente entre diversos conceptos y sujetos, sin tener en cuenta su vínculo con alguno de los sexos.
Desde hace años, la feminista Florence Thomas le viene respondiendo Abad Faciolince. Al respecto, he preferido mantenerme abierto a algunos puntos que ella escribió en 2012, en una columna que tituló “Héctor: tenías 5 hermanas, pero naciste varón”.
Primero. Dice Thomas que el lenguaje incluyente busca nombrar a las mujeres y mostrar que su ocultamiento es grave para la construcción de su identidad y para su presencia en la historia escrita y hablada. Tiendo a pensar que es coherente que las feministas, así como han buscado erradicar la discriminación de género en lo social –la Ley 1257 de 2008 es un ejemplo–, también aspiren a sacarla de una lengua que, dicen, no las reconoce. Aunque no todas las mujeres se sienten excluidas por el uso común del castellano, no son pocas las que viven lo que vivieron los pueblos indígenas del siglo XX, que exigieron ser nombrados en las constituciones aun cuando les vendían la idea de que las categorías de “hombre”, “ciudadano” y “humano” también los incluía. Cuando sentimos que no cabemos en una palabra, luchamos por cambiarla.
Segundo. Dice Thomas que si el castellano sufre transformaciones todo el tiempo, por la jerga popular, por las tecnologías, por las profesiones, por los anglicismos, ¿por qué cuando viene por una demanda feminista se genera tal alboroto? ¿Por qué, ahí sí, aparece tanto purismo y dogmatismo gramatical? Son buenas preguntas. Desconfío de que ese deseo de aferrarnos al lenguaje “correcto y bello” pueda estar escondiendo esa manía por defender una forma eficiente pero injusta de hablar el mundo.
Tercero. Dice Thomas que no se busca convertir el lenguaje en una herramienta pesada o insoportable, solo se busca atención a los aportes del feminismo y a la presencia de las mujeres. Sospecho que es posible ajustar el lenguaje inclusivo y lograr el reconocimiento femenino que se pretende sin romper la agilidad y belleza de la lengua. Puede ser cuestión de creatividad, de buen gusto y de encontrar el momento y el espacio donde el “todos y todas” no es necesario, o donde no sobra ni se ve mal. Hay recomendaciones que bien usadas, y quizás mejor perfeccionadas, pueden ser solución. En web se puede buscar la guía de lenguaje incluyente que el gobierno mexicano recomienda a su personal y a su población.
Finalmente, la segunda pregunta que deja el fallo del juez de Bogotá es si los gobiernos están obligados a usar el lenguaje incluyente. Al haber un acuerdo del Concejo, el gobierno de Bogotá sí estaba obligado. En Manizales y Caldas no hay obligación, pero quizás los gobiernos deban volver a pensar sobre cómo están representando al total de la ciudadanía –que incluye a las mujeres que exigen reconocimiento– y sobre cómo están escribiendo sus documentos y normas al hablar o no hablar de cualquier persona. En el Plan de Desarrollo de Manizales, la palabra “manizaleña” aparece una vez entre 426 páginas. ¿Suficiente? ¿Justo? ¿Deseable? En todo caso, tiendo a pensar que por su naturaleza pública y su legitimidad popular, el Estado y el derecho tienen menos posibilidad de eludir la reflexión sobre el lenguaje incluyente.
(En esta columna he hecho mi mejor esfuerzo para mostrar que el lenguaje incluyente, por sí mismo, no es ridículo ni feo)
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