Estuve en el borde del mundo. El sol es del tamaño del cielo; el arroyo es lento y delgado pero, de vez en vez, se hace ancho y hondo para que quepa en sus aguas todo el pueblo; el aire es el enredo de tambores y guitarras africanas que viajan desde los picós de cada esquina y se sobreponen; la tierra es un polvo amarillento y húmedo, de todos, en el que van quedando huellas, de todos, con el caminar eterno de los viejos y con las motos repetitivas de los jóvenes; la gente es la lengua de la memoria, en sus modos, en su vestir, en sus peinados, en su hablar, una lengua que va buscando qué hubo atrás que deba seguir adelante.
Si las grandes capitales son el centro del mundo, como dicen, San Basilio de Palenque es el borde. Los palenqueros y palenqueras heredaron esa sabiduría de luchar para quedarse a vivir en las fronteras, desde donde se ve mejor, en donde todo invita a crear lo nuevo. A inicios del siglo XVII, Domingo (Benkos) Biohó se salió a la fuerza de las murallas de Cartagena y en la periferia terminó por inventarse la libertad de los pueblos, lo hizo doscientos años antes que estadounidenses y franceses. A las afueras del mundo, San Basilio de Palenque se convirtió en el “primer pueblo libre de América” (lo reconoció incluso un decreto real en 1721). Saben que no hay que estar en el centro para inventarse el mundo, saben que es posible mover el centro si se sabe gritar desde el borde.
La Fiesta de Tambores y de Expresiones Culturales de Palenque es la fiesta central, la celebran en ese puente solitario de octubre. Este año quisieron hacerle un homenaje a la champeta, ese ritmo colombiano que se inventaron en Palenque, que se ha popularizado gracias a los circuitos periféricos de Cartagena y que se ha venido tomando las industrias culturales de Bogotá. Un ritmo que apareció en la síntesis justa entre lo africano y lo caribeño, es decir, parados en el borde.
Pero la aparición de la champeta no fue pacífica en Palenque. Aunque es la máxima interpretación colombiana del soka y del zouk africano, algunos lo han visto como una música para el beneplácito blanco. Quizás por los recorridos blanqueantes que ha tenido su consumo y su promoción. Casi que se vio como un ritmo para una aceptación y una condescendencia de las capitales, lo cual los palenqueros no han buscado. Así que algunos preferían quedarse en los bullerengues, los chalusongas y los sones palenqueros que amenizaron casi todo el siglo XX, con cantos como el del mítico Sexteto Tabalá.
Así que el homenaje tuvo algo de tregua, de reconciliación, de reencuentro. Al final del festival Charles King, Anne Swing, y Louis Towers, tres palenqueros, recibieron aplausos y premios por haber puesto nuevamente a Palenque en el centro de la cultura nacional a punta de champeta. La verdad es que en Palenque la champeta está literalmente en cualquier esquina, en plantas de sonido tan altas como una casa, al aire libre, en la calle, con gente que se va en comunidad a tomarse el espacio público y bailar. La verdad es que un cantante de champeta llega a la tarima central de Palenque y los niños se sientan en los filos del tablado para que a la menor oportunidad puedan subirse a saltar y cantar. Imágenes que muestra el tiempo de vida largo que le queda a la champeta.
Sin embargo, la música allí es tan descomunal, que a la champeta le están apareciendo respuestas. Como están parados en el borde, desde donde todo está por crearse, los jóvenes también se tomaron los bullerengues y los chalusongas, incluso se echaron encima la guitarra champetera para darse compañía, y lo han fusionado todo con el rap, con letras para hacer conciencia y exaltar su cultura, dicen. De ahí apareció Kombilesa Mi, con Afro Neto a la cabeza, otra historia que acaba de empezar, que es la misma al final, larga, que será de 100 años más.
Al concluir pienso en la Guardia Cimarrona, un grupo de ancianos que, solo con un bastón, van cuidando la convivencia en Palenque. No creen ser más fuertes, saben que allí el abuso y la violencia sienten todavía vergüenza ante los viejos. Algo de vergüenza deberíamos sentir en el borde del mundo, porque es viejo y ha visto más.
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