Más tarde que temprano vamos entendiendo que, en principio, el modelo económico no hay que negociarlo con la izquierda ni con la derecha; el modelo económico hay que empezar por quitárselo a los corruptos.
Hacia un poco de eso va “El gran libro de la corrupción en Colombia”, escrito por Luis Jorge Garay Salamanca y Eduardo Salcedo-Albarán, publicado por Planeta en este 2018. Se trata de un recuento de las diferentes investigaciones que estos autores han realizado con la Fundación Vortex. De un lado, estos apuntes buscan hacer un análisis económico de la corrupción y, sobre todo, brindar herramientas de análisis que entiendan esta criminalidad como un fenómeno organizado, sistémico, conectado con las violencias organizadas, y no como una eventualidad caso-a-caso. Por otro lado, esbozan alternativas de solución desde una perspectiva que yo llamaría economía de la transparencia o economía de la lucha contra la corrupción. En últimas, una apuesta por mantener en pie los puentes entre corrupción y modelo económico, y los vasos comunicantes entre soborno y daño social.
El libro está dividido en cuatro partes. La primera reconstruye y revalúa definiciones de corrupción como las clásicas de Heidenheimer, de Rose-Ackerman, de Moody-Stuart. Categoriza tipos de corrupción y variables que la pueden definir, desde su naturaleza, desde la modalidad de participación de sus actores, desde los medios utilizados, desde los niveles de administración que toca, desde los propósitos, desde sus consecuencias y desde su aprehensión metodológica en su estudio y persecución.
Desde la perspectiva económica, afirman que el modelo de relacionamiento social de la corrupción es el “rentismo”, es decir la reproducción de prácticas impuestas por grupos poderosos que usufructúan sus privilegios para la satisfacción egoísta y excluyente, a costa del resto de la población y sin retribución a la sociedad. Según los autores, ese rentismo lleva a que el mercado se regule no por la eficiencia sino por los poderes de facto, se regule no por la competencia sino por la influyentismo de las facciones y las clientelas. Una idea paradójica, en mi lectura, que pone al mercado competitivo como solución y al mercado, a secas, como lugar de la corrupción.
Desde la perspectiva estructural, los autores van en la búsqueda de retomar sus ideas de “captura” y “cooptación del Estado” como explicación sistémica de la corrupción. Se pasean de la captura simple, a la captura avanzada, a la cooptación institucional, a la reconfiguración cooptada del Estado y a la macro-corrupción; niveles que van explicando hasta el extremo de las alianzas entre agentes, adentro y fuera del Estado, para interferir, filtrar o cooptar la gestión pública, o incluso para deformar las instituciones. Sobre esto tratan las otras tres partes del libro: explican los niveles de cooptación del Estado, pero desde el estudio de casos como el paramilitarismo en Atlántico, el ELN en Arauca, la red Fujimori-Motesinos-FARC y el Lava Jato.
Libro pertinente para estos días, en los que algunos países viven transiciones radicales en el poder, --como Brasil y México--, pero aún así los pueblos siguen creyendo que “todos esos políticos son lo mismo”, “todos son iguales”. Es que al final la cotidianidad humana va dejando una teoría económica popular, la cual descubre que las transformaciones prometidas tienen más barreras en la economía corrupta que en los discursos populistas o las oficinas públicas. Una intuición ya vieja de que el modelo económico se negocia detrás de los bolsonaros o los lopezobradores y no delante de ellos.
Pertinente para estos días, en los que explotan escándalos en Colombia con empresas como Corficolombiana y Cemex, una parte del sector privado que va a la conquista del Estado para blindar su forma de generar “riqueza”, de rentismo, de apropiación de lo público, de conductas oligopólicas, de desinformación del mercado, de instrumentalización de instituciones y de beneficios cerrados para sus clientelas públicas y privadas. Una tragedia para el resto del sector privado, honesto, que pide no ser estigmatizado mientras el mal ejemplo lo dan sus máximos referentes.
Pertinente para estos días, en los que en Caldas y Manizales imperan la contratación directa y las licitaciones de pocos proponentes, y los gobernantes y políticos sacan provecho de los efectos perversos que, por esto, viven diferentes sectores de la economía; hoy sufren de absoluta dependencia de su discreción y su monopolio. Son días en los que nos cuesta reconocer que cerrarle puertas a la corrupción no es solo un llamado moral o legal o proselitista, sino también una agenda que fortalece la competitividad que tanto buscamos y celebramos.
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