En el ruedo, Andrés y el animal. La plaza está vacía. Solo se oyen las indicaciones que el torero nos da a nosotros, su cuadrilla. En el callejón saltamos de un lado al otro, sabemos que hacerle caso es la mejor forma de asistirlo cuando lo requiera. Justo va a dar una tercera tanda de capotazos, el animal lo mira, fijo, se ve alegre pero parece querer comerse el trapo. Andrés lo examina, quiere saber cómo arrancará esta vez cuando lo cite. Hace un momento casi le quita el capote. El animal tiene una embestida festiva pero también difícil, va a los trompicones y con las patas por delante. Además parece que la bestia no se cansa, repite demasiadas veces en el capote y a cada lance se da vuelta enseguida, sin dar espera. El silencio se ahonda. Apenas se oyen los motores de los carros que pasan por la calle del frente. Andrés hace muecas con su boca, imitando a los toreros grandes. Allí va, el animal todavía no se arranca, se agazapa un poco, la lengua afuera, va a cazar. Explota en el arranque. Andrés es estatua, pies juntos. Primera verónica, sí, pero a la segunda… Lo dicho, en una media vuelta asesina la perra se ha quedado con el capote. Nala está feliz, quiere moler a mordiscos esa toalla.
Así hice parte de la cuadrilla de Andrés De Los Ríos un par de veces. En la sala de su apartamento, en Palermo, toreando los perros. Con su hermano menor, Felipe, le servíamos de mozos de espadas y de banderilleros. Desde niños jugábamos a imaginar los pasos para burlar la muerte. Nala fue el último perro que le vi torear, cuando Andrés ya estaba en Cali pero estaba de paso por Manizales. Se había ido porque ya era grande y podía torear los toros de verdad.
Andrés De Los Ríos fue el sueño de varias familias taurinas. A veces ayudaban a comprar un novillo y se iban a pasar la tarde a la plaza del Batallón o a la Monumental de Manizales. A ver cómo avanzaba año tras año. A ver si ya estaba más quieto y firme (y lo estaba), si ese año ya tenía más oficio con la espada (su tormento), si ese año había dejado algo de seriedad para sonreír un poco (no, nunca, siempre serio). Toda una generación taurina se hizo adulta en los tendidos de Manizales mientras él buscó su misterio.
La gloria le llegó rápido, en el arranque. Tan solo en su alternativa ya había hecho historia. Rápido a Andrés De Los Ríos se le vieron cosas de los más grandes en distintas plazas: hondura, naturales excelsos, seriedad, lentitud, su cuerpo arqueado hasta el infinito y el toro enroscado en él.
Pero entonces vinieron los días menos buenos. La vida de la mayoría de los toreros es de ciclos, altibajos, suerte, trabajo, sacrificio, de encontrar el duende un año y al otro perderlo. La suerte con los encierros fue a menos para Andrés. Las tardes de toros se hicieron pocas. Y en los toros, si no hay repetición y constancia en los ruedos, se dificulta la depuración del estilo y de la técnica. Paulo Sánchez, periodista y crítico taurino, advirtió en 2009 que la calidad de los carteles en los que había estado Andrés era “insuficiente si se tiene la expectativa de hacer figura a un buen torero”. “Me sobra en admiración por Andrés, lo que me falta en dinero para llevar su carrera”, remató Sánchez, quien siempre vio en él al mejor torero de Colombia aunque lo veía escaso de repetición.
Repasar su carrera nos obliga a revivir preguntas. A la afición, que nos encerramos en esa crítica exigente que olvida dar espacio a la empatía y el aliento. A las empresas taurinas, que a los toreros jóvenes colombianos les dan oportunidades que aún parecen insuficientes. A los demás toreros, especialmente a las figuras, que imponen sus condiciones y sus prácticas, y pasan por alto los efectos que ellas dejan sobre sus colegas.
Andrés decidió seguir temprano el mismo camino de Juan Belmonte, uno de los más revolucionarios del toreo y quizás uno igual de tozudo al manizaleño. Cada vez que volvamos a la carrera de Andrés, deberíamos repasar cómo es la vida de un niño que sueña con ser grande: no todo es ovación y claveles, siempre hay diálogo con la muerte, pero un toro que embista y una puerta grande que se abra son suficiente para seguir por más. ¡Adiós, torero!
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