Antes de 1991 los delitos los investigaban los llamados jueces de instrucción criminal, institución que desde aquel mismo año se transformó en lo que es hoy la Fiscalía General de la Nación, y el papel que aquellos cumplían fue asignado a los que conocemos como fiscales. Con alguna dificultad se estableció la carrera administrativa en ese organismo, donde el poder nominador discrecional se irrigaba hasta el último de los más de 20 mil servidores que lo han integrado.
A partir de 1991 se consolidó la carrera judicial (administrativa) para la generalidad de los jueces y magistrados de la república, funcionarios que antes eran designados para períodos fijos y que luego entraron a ejercer su actividad a término indefinido, con lo cual se buscó no solo dar mayor independencia y eficiencia a la justicia, sino mayor estabilidad laboral; además, con ese sistema de mérito se entendía que llegaban los más capaces e íntegros ante la rigurosidad de los pasos que se deben o tienen que superar.
En todos los organismos públicos los más altos cargos, es decir, los de mayor relevancia o jerarquía, que son los claves, se encuentran excluidos, por políticas de Estado, de sistema de carrera administrativa alguno que los rija, así se aluda de manera rimbombante a meritocracia para su nominación, quedando sin embargo bajo los riesgos de incorporar en ellos a personas que en muchos casos, más que por profesionalismo, gozan de la empatía de sus nominadores por diversas causas, o de quienes tienen que ver con la elección o nombramiento del dignatario mayor.
El señor fiscal general actual, como el anterior, han sido puestos en tela de juicio, el primero por un eventual impedimento ante supuestas actuaciones realizadas con anterioridad a la asunción del cargo, como de forma insistente lo ha expresado públicamente un congresista; y su inmediato predecesor, por gestiones administrativas realizadas en el ejercicio de sus funciones, todo lo cual ha lastimado, cuando menos, la buena imagen que debe tener un ente oficial.
Pero al momento, la mayor gravedad la tiene, de un lado, el caso del director anticorrupción de la Fiscalía, que si no hubiera sido por el gobierno norteamericano -tal como aconteció con el fútbol-, quién sabe hasta dónde hubiera podido llegar el personaje, que es de inferir, le debía generar la más absoluta o completa confianza al supremo director del órgano investigador de los delitos. De otro lado, los tres magistrados de una 'Sala Penal' de un importante tribunal judicial de Colombia, los de más alto rango y modelo en un Departamento, quienes debieron llegar a la justicia mediante un riguroso concurso de méritos, que fueron suspendidos recientemente por supuestos actos de corrupción.
¿Qué pasó con la integridad moral de esos funcionarios?
Son muchos los esfuerzos que se hacen por una justicia eficaz e imparcial, último bastión de la democracia, tales como reformas constitucionales, asignación de recursos, despachos y salarios dignos, expedición de códigos, formación de los servidores judiciales, etc., etc., pero casos como estos, y el del ya algo olvidado episodio del doctor Jorge Pretelt, no solo generan indignación sino una enorme desazón, desesperanza, tristeza y preocupación. Colombia lucha por ver y tener jueces capaces, pero sobre todo probos y honestos, cuya educación moral empieza desde los primeros años en la casa. A pesar de los dos mecanismos de acceso al servicio estatal (libre nominación y carrera judicial) parecen no ser suficientes, y esos malos ejemplos, ciertamente aislados en medio de la tremenda corrupción que vive y padece nuestra sociedad, todavía no creo que esta pecaminosa 'cultura' se vaya a entronizar en la justicia nuestra. El problema no son las instituciones, son las personas.
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