Hasta hace algunos años el tema de la contratación del Estado no tenía tantos problemas como los que tiene ahora: fuente de inagotable corrupción y de encarcelamientos por celebración indebida de contratos.
Para la mitad de la década de los 70s no existía en Colombia una regulación clara sobre la contratación pública; las normas eran aisladas e inacabadas. Apenas en 1976 se expidió un primer estatuto, limitado por cierto, el que solo perduró por 7 años, cuando el país vio la necesidad de una reglamentación más amplia y coherente, acorde con las necesidades del país, expidiéndose el Decreto ley 222 de 1983, época para la cual desapareció para la contratación pública el desprestigiado “control previo”, llamado también “preventivo”, el que estaba a cargo de las Contralorías, el mismo que impedía no solo una gestión contractual dinámica, sino que se había convertido a la vez en fuente de corruptelas, promotora de grandes inconvenientes u obstáculos para todas las Administraciones del Estado, lo que llevó a la abolición de dicha forma de control nada menos que por la Constitución de 1991, con la esperanza de un mejoramiento ostensible en el desarrollo de todas las actividades estatales.
Buscándose un sistema de contratación más expedito, sin tanto trámite burocrático, y dándole relevancia a los principios de economía, responsabilidad y transparencia, entre otros, el legislador de 1993 expidió un estatuto “general” de contratación pública contenido en la Ley 80, con unas finalidades que parece están quedando sepultadas: “Los servidores públicos tendrán en consideración que al celebrar contratos y con la ejecución de los mismos, las entidades buscan el cumplimiento de los fines estatales, la continua y eficiente prestación de los servicios públicos y la efectividad de los derechos e intereses de los administrados que colaboran con ellas en la consecución de dichos fines”; al paso que para los particulares les indicó que, “al celebrar y ejecutar contratos con las entidades estatales colaboran con ellas en el logro de sus fines y cumplen una función social que, como tal, implica obligaciones”.
El país parece impresionarse o conmoverse con cada escándalo de corrupción de los que, también en contratos, casi a diario conoce; sin embargo, no desarrolla una actividad contundente que busque erradicar los vicios que los afectan. Se necesita una cultura ciudadana que no solo comprenda que son sus propios dineros que con tanto esfuerzo se aportan o destinan, los que se están dilapidando o perdiendo, y que con los mismos se busca generar servicios y calidad de vida que a todos nos favorecen. Los Servidores públicos que dirigen o pretenden dirigir la acción del Estado, deben tener la plena convicción y conciencia de la finalidad de los recursos estatales y reasumir el papel que la comunidad les ha confiado; ser un ejemplo de dignidad, pulcritud y civismo, y constituir un referente para toda la sociedad.
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