Yo pertenezco a quienes vemos el vaso medio lleno. Es decir a quienes somos observadores objetivos, hasta donde nuestra visión nos lo permite, de la realidad que nos rodea, y creemos que el futuro será más auspicioso.
Cómo no vamos a ser optimistas si al contrario de tantos puntos del planeta, el terrorismo político en la práctica está reducido a su mínima expresión o, incluso, ha desaparecido de nuestras ciudades y del campo.
Cuando el Estado y los subversivos han dado claras muestras de que la paz, palabra que habría que escribirla con mayúsculas, es factible en un país que se desangró durante cincuenta y cinco años en un conflicto que ocasionó ocho millones de víctimas y más de 200.000 muertos inútiles.
Cuando el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos hace notar que desde que se inició el posconflicto y se instalaron en Quito las conversaciones con el Eln se han evitado cerca de 3.000 muertes. Este solo cálculo sería suficiente para estar del lado de los del Partido de la Vida. La vida es sagrada.
Cuando los helicópteros dejaron de aterrizar a diario en las terrazas de los hospitales con soldados muertos y heridos. En el Hospital Militar de Bogotá ahora se dedican a rehabilitar, antes que a curar a los combatientes del Estado, víctimas de los fusiles y los tatucos guerrilleros. Y las minas quiebrapatas.
Cuando cinco millones de colombianos dejaron de ser pobres. Hace siete años el 30% de los colombianos estaba en el nivel de miseria. Esta cifra se ha reducido a un 17%. Estamos en deuda con la derrota de la inequidad social y económica.
Cuando, a pesar de que no entiendo de los abstrusos análisis económicos, quienes sí saben de esto hablan de que hasta octubre del año pasado creció la inversión extranjera, lo que demuestra que hay confianza en el futuro de Colombia y que habrá más empleo.
Cuando algunos economistas aseguran que la inflación “estará bajo control y no será mayor al 4%” y que no subirán las tasas de interés, cualesquier cosa que ello signifique.
Cuando los hoteles, los restaurantes, las calles de las ciudades turísticas están a todo taco y la llegada de extranjeros en este plan de paseo es apreciable. Cuarenta y seis por ciento más en el 2017 en relación con el año inmediatamente anterior. Y no hay territorios vedados. El turismo ecológico es un hecho.
Cuando a pesar de que solo un 17% de lo pactado con las Farc en La Habana se ha cumplido, sus dirigentes no dan su brazo a torcer en el proceso y reafirman que no volverán a la guerra. Pronto se sabrá si el imperfecto cese al fuego con el Eln se prorroga. Es un imperativo mantenerlo. Qué horror más muertes inútiles.
Cuando las encuestas y los vaticinios electorales nos muestran que la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, Farc, va a ser derrotada en las urnas y que el asustador castrochavismo no está en el horizonte colombiano. Y que es lógico que las fuerzas políticas oscurantistas y retrógradas serán derrotadas.
Y cuando los augurios del papa Francisco sobre que no nos vamos a dejar robar los sueños ni la esperanza ni las ilusiones, calan en las juventudes y ellas se los han apropiado como consignas.
Y cuando Natalia Orozco, la joven directora de cine y misionera de la paz, nos recuerda con Pepe Mujica, algo que dejó de ser un proyecto y se ha convertido en un propósito salvador: “Muchachos, ustedes pertenecen a otra generación. No deben cometer el error de la nuestra. No les den pelota a los viejos. Cometan el error de vuestro tiempo, pero aprendan de los errores que cometimos nosotros. Construir la paz es el proyecto de una Colombia nueva”.
Este es mi vaso medio lleno. Nuestro vaso.
Los del vaso medio vacío, que apuren sus amarguras y sus odios. Sus perversos deseos de que este nuevo país que se siente en el aire se vaya palcarajo, no pasarán. El país en que quepamos todos, incluidos los pesimistas a ultranza, está a las puertas.
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