Algún día conversaba con Emilio Echeverri sobre la dificultad de encontrar las palabras precisas para expresar la perplejidad ante la muerte de quienes han sido cercanos al corazón, a los sentimientos, a la afectividad. Decíamos que había golpes tan inesperados, tan lacerantes, que solo los silencios meditativos ante el misterio y las introspecciones, permitían una aproximación al razonable entendimiento y a la resiliencia necesaria para seguir desgranando los días y las noches y para que los horizontes no cerraran sus caminos. Los ojos de Emilio se opacaban, porque recién había salido de duelos sucesivos, que quebrantaron su talante optimista y positivo. Reacción natural en él, ya que si algo lo caracterizó fue que el sufrimiento de sus próximos abría nichos dolientes en su sensibilidad solidaria.
Afloran éstas reflexiones, cuando vengo a cumplir con los obligantes pedidos de María Teresa y sus hijos Santiago, Alejandra y Juan Pablo, de que lleve la palabra en este recinto sagrado, para agradecer en primer término el acompañamiento y las expresiones de afecto que han recibido sus familiares y amigos, de tantas y tantas gentes e instituciones que resaltan las calidades de Emilio, palpables en su paradigmática existencia y en segundo lugar, lo que me honra, para que alguien como yo, que caminó durante largos años a su lado, por senderos de camaradería y de enriquecedores e interminables diálogos, despida en su fin terrenal al que fuera el guardián insomne de su hogar, el ciudadano integérrimo, el funcionario impoluto, el ejecutivo eficaz, el entregado como el que más a las causas de su departamento y de su ciudad, pero por sobre todo al hombre bueno que edificó con su ejemplo y enarboló la dignidad y la decencia como sus enseñas vitales.
No fue fácil organizar estas ideas, como lo expresé al principio, porque se atropellan las palabras y también se muestran avaras en su significado y expresión, ante lo que ha significado su deceso sorpresivo y doloroso. Pero hice el propósito de hacerlas sencillas y claras, para honrar el talante de Emilio que fue remiso a los elogios, a los reconocimientos gratuitos y al aparataje cortesano. Su bondad intrínseca rechazó las zalemas y los halagos y detestó las pleitesías y los falsos oropeles de los reconocimientos por el deber cumplido. Donde estuvo, donde lo situó la sociedad y lo ubicaron sus méritos, siempre fue el estricto cumplidor de la ética sin que jamás hubiera pedido o aceptado para sí o para los suyos prebendas ni vasallajes.
De sus logros y alcances como ejecutivo en los sectores públicos y privados ya se han encargado con profusión otros, lo que me exonera de abordarlos en extenso. Sin embargo, cómo no resaltar a aquel universitario que fue periodista, corresponsal del diario El Siglo de Bogotá. Al que pronunciaba discursos doctrinarios como integrante de las juventudes de su partido. Al que desde la Cámara de Comercio le dio vida práctica a la inteligente locura del Festival de Teatro de Manizales. Al que avizoró el desarrollo urbanístico de la ciudad desde la Oficina de Valorización, enfrentándose con éxito a conservadoras posiciones. Al que se tragó durante años toda la geografía caldense como Director del Comité de cafeteros, llevándoles a nuestros campesinos el confort civilizador. A esos campesinos, a quienes admiraba y ensalzaba ante su sola presencia y que favorecía con su magnánima generosidad. En más de una ocasión le vi extender de su propio peculio el auxilio oportuno, lo que hacía de igual manera con el desvalido, cualesquiera que fuese, porque Emilio tenía como dogma la caridad cristiana. Al que desde los más exigentes escenarios en Colombia y en el exterior, defendió la sustentadora y maltratada economía cafetera. Al que en la Federación de Cafeteros se constituyó en un exitoso navegante en épocas de tempestades, que sorteó con su serena conducta refractaria al espectáculo y a la vana figuración burocrática. A aquel cuya opinión consultaban los dómines y señores y, como no, las gentes de a pie, que buscaba su don de consejo. Al que con María Teresa le dio a Caldas como su Gobernador, la música de sus bandas, el rescate de su gastronomía y el reconocimiento de las manos artesanas, sin prisa pero sin pausa como fue su lema de gobernante.
Y lo que a muchos de los presentes nos convoca y admira fue su contagiosa y arrolladora vitalidad. Con María Teresa y sus hijos tuvo la oportunidad de ser un viajero con muchas millas a bordo y de sus periplos asimiló culturas, literaturas y pentagramas. La poesía la paladeaba con fruición, y hasta los últimos momentos de su existencia, Juan Sebastián Bach lo deleitó con sus contrapuntos. Hizo gala como nadie de su espléndida memoria, que le permitió recrear los más graciosos episodios y anécdotas de la picaresca comarcana, con los que hipnotizaba a los auditorios más diversos. Todo, matizado con un humor de finas resonancias, de delicados sarcasmos, que lo hacían el más amable y entretenido interlocutor y contertulio.
Con Emilio Echeverri Mejía, despedimos al faro de la lealtad. Lealtad a su familia, a sus creencias, a sus principios, a sus amigos. Despedimos al caballero que nunca reconoció enemigos ni contradictores y que a quienes trataron de zaherirlo los desarmó con su mano tendida y reconciliadora.
¡Qué excepcional ejemplar humano fue Emilio Echeverri Mejía! Le agradecemos por haber existido, lo abrazamos en su última morada y colocamos sobre su sencillo féretro una ofrenda de admiración y respeto y una lágrima por su partida.
La copla española es más que significativa: Algo se muere en el alma/ cuando un amigo se va/ y va dejando una huella que no se puede borrar/. Ese vacío que deja el amigo que se va/ es como un pozo sin fondo que no se vuelve a llenar... Adiós camarada. Adiós amigo... Adiós mi capitán... nuestro capitán… que El Creador lo reciba en su gloria.
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