Comunicadas con el Atrato se encuentran las ciénagas de Tumaradó, que son tres y están conectadas entre sí. En ellas el silencio y la solemnidad son todavía mayores. Navegando el Atrato nuestra lancha se cruzó varias veces con barcos madereros y no fue nada agradable verlos. Su actividad es ilegal y deforestan inmisericordemente la selva. Nos habían dicho que no debíamos hacerles fotos porque es peligroso. Ellos creen que las fotos están encaminadas a judicializarlos. En cambio, en las ciénagas la soledad es total. Nos topamos, y fue bello verlas, con canoas de pescadores solitarios entregados a su tarea. Nos cruzamos saludos amablemente.
De salida del Parque los funcionarios nos llevaron a Unguía, pueblo del que tengo imborrables recuerdos. Salimos al Atrato, lo bajamos hasta salir al Golfo de Urabá y buscamos hacia el occidente el canal artificial que se ha cavado para desembotellar la región y comunicar por agua a Unguía con el Golfo y por ende con Turbo. Unguía, municipio chocoano de población negra en casi su totalidad, fue noticia triste en el mes de marzo de este año; el pueblo se amotinó porque llevaba varios días a oscuras y en los desórdenes quemaron la Alcaldía y la empresa de servicios públicos.
¿Y cuáles son mis recuerdos imborrables? Corría el año 1965 (así iniciaban sus crónicas los historiadores de otros tiempos) y fui por primera vez a Unguía. Llevaba encargos de un amigo de Manizales y de Villamaría para doña Margoth Calle de Murientes, matrona del pueblo, que me alojó en su inmensa casa. Era la época de los raicilleros y subsistían rezagos del esclavismo. Recoger raicilla era una forma de ganarse la vida. Los negros iban al monte y recolectaban raíces de ipecacuana y en el pueblo se las compraban para mandarlas a Alemania donde fabricaban medicinas con ellas. Era un buen negocio que ya ha desaparecido y del que hoy los jóvenes del pueblo no tienen siquiera noticia. Yo conocí muchos raicilleros que venían a la casa de la señora Margoth y recuerdo esa época con cierta nostalgia. Había algo bello en ese trabajo. Conocí colonos paisas que vivían entre el pueblo y la selva, hombres que contaban hermosas historias de una vida en “lucha contra la naturaleza”. Sí, eran historias de colonizadores y por lo mismo de destructores de la naturaleza. Pero, con todo, eran buena gente. Sus historias con tigres, serpientes, aguaceros, mulas desbocadas, me recordaban las que mi padre nos contaba de su vida de juventud, cuando fue arriero, a mucha honra, carajo.
Doña Margoth me facilitó el acceso a los indígenas cunas, -yo digo indios-, realmente llamados tules. Los indios venían constantemente al pueblo desde su asentamiento llamado Arquía, situado a una hora de camino a pie entre sabanas y manchas de monte. Hoy el pueblo de Unguía está muy cambiado, como es natural. En una cafetería conversé con una india cuna, que estaba bellamente ataviada con las tradicionales y vistosas molas y parumas. Le dije que en aquel primer viaje fui huésped del jefe Josesito y ella emocionada me dijo que era hija de él y que ya había muerto y quedamos de vernos en Arquía. Yo también me emocioné por doble motivo, por ser ella hija de mi amigo y porque nos ayudaría a entrar en contacto con los indios, que por naturaleza son recelosos.
Contratamos motocicletas que en quince minutos nos llevaron a Arquía. Llegamos bajo un fenomenal aguacero y nos refugiamos en la casa de gobierno, amplísima sala techada con paja.
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