A los primeros acordes (estábamos hablando de Arthur Rubinstein y mi araña pollera) la araña se irguió, puso las patas delanteras en el borde de la caja y allí se quedó quieta. Al terminar la vibrante sonata me dijo el maestro: ¿quiere algo más? Yo no sé quién estaba más emocionado, si él mirando la araña o yo oyendo la música de mi músico preferido. Sí, maestro, respondí: el vals del minuto o del perrito, (que Chopin improvisó para la condesa Delfina Potoka según algunos y según otros que fue por insinuación de George Sand.) La araña seguía inmóvil. Al terminar la febril composición me dijo: ¿quiere otra pieza? Y yo, sí, el nocturno opus 9. Me miró y dijo: se ve que conoce las composiciones de Chopin. Al acabar dijo con cierta picardía: y ahora quiere todavía más, y yo le pedí un conocido estudio en fa mayor. Confieso que ese día fue uno de los más felices de mi vida y supongo que para mi enorme araña también.
Pero… volvamos al Urabá antioqueño. Llegamos a su capital, Turbo. La llaman la tierra del cangrejo y del banano, y también la mejor esquina del mundo. ¿De dónde le viene el nombre? Entre las varias etimologías, la menos elegante dice que viene de la turbiedad de las aguas del mar en su entorno. Aquí llegaron en 1501 Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa. Los españoles miraban admirados y “angurriosos” la cantidad de objetos de oro que tenían los nativos. Esa ambición fue la desgracia de las primeras ciudades que fundaron los españoles en el Darién.
Turbo ha pertenecido a lo largo de la historia al Chocó, después a Antioquia, luego al Estado soberano del Cauca para finalmente volver a Antioquia. La mayoría de sus habitantes, un 77%, son negros. La ciudad se enorgullece de dos de sus hijos, los futbolistas Luis Amaranto Perea y John Jairo Tréllez.
El atiborrado y sucio puerto se llama Waffe y nadie supo explicarme el origen del extraño nombre. Sucio y todo me gusta. Me gustan los puertos de mar.
Eran las 8 de la mañana y el griterío de los vendedores de pescado llenaba el aire. El puerto huele a lo que huelen todos los puertos de los países del tercer mundo. Olor a pescado, a mar, a suciedad… Casi era imposible caminar entre la muchedumbre de pescadores, vendedores, turistas, curiosos y entre los que promocionaban viajes a Capurganá. El puerto está atestado de embarcaciones. Los nativos suelen poner a sus canoas nombres sugestivos generalmente de mujeres. Recuerdo el inmortal verso de Neruda: “En cada puerto una mujer espera, los marineros besan y se van”.
Teníamos que viajar lo más temprano posible ya que después del mediodía está prohibido zarpar. El mar se suele crispar por las tardes en el Golfo de Urabá que ya tiene suficientes naufragios en su haber.
Desayunamos, hicimos las últimas compras, buscamos parqueadero para los dos carros que nos habían llevado desde Bogotá y nos hicimos a la mar. Bella expresión esta. Los funcionarios del Parque Katíos habían venido por nosotros muy temprano.
Salimos despacio entre los centenares de barcos atracados, los grandes son de carga y los pequeños son para el servicio de los nativos y de los turistas. Los primero van a los pueblos ribereños del Golfo de Urabá y del mar Caribe y los segundos a Capurganá. Capurganá, sabemos, es uno de los destinos del Caribe preferidos por los colombianos.
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