Hace un par de semanas, en una columna con el mismo nombre, compartía algunos cuestionamientos sobre el contraste que presenciamos entre la conservación y la protección de diversas formas de vida y la aparente pérdida de valor de la vida humana. Para plantearlo de otra manera, como ambientalista suscribo la preocupación y la indignación por el hecho de que solo queden 4 rinocerontes blancos en el mundo, pero me indigna y me cuestiona más el asesinato de un niño, aunque queden millones de ellos.
Lamentablemente, el transcurso de las semanas entre la anterior columna y la presente no ha significado el resurgir de mis esperanzas. Al contrario, el asesinato selectivo y premeditado de líderes sociales y de guardaparques, además de las amenazas y atentados contra defensores de derechos humanos, funcionarios de Parques Nacionales y otra serie de personas que trabajan por el beneficio colectivo, hacen pensar que el valor de la vida humana se ha degradado tanto, que no solo se puede segar -a muy bajo costo- una o varias vidas, sino que además, como si se tratara de una economía de escala, es más rentable aún tomar la vida de una persona que defienda la dignidad o la libertad de muchas.
Es escandalosa la cifra de líderes sociales asesinados, pero ni siquiera logramos acercarnos a un cálculo que permita estimar el efecto en muchas otras vidas que hoy están calladas, presas del temor, reducidas en su dignidad y renuentes a reclamar sus derechos, porque temen correr la misma suerte. En una vida segada no solo se pierde el capital de una persona productiva y el de un promotor de procesos colectivos. Se pierde la fuerza de las comunidades que se desarticulan, la esperanza de quienes anhelan un cambio, la libertad de quienes hoy, presos del temor, deben resignarse y renunciar a sus reclamos.
Del mismo modo, con un guardabosques o un defensor de la naturaleza que muere no solo se agota su existencia. Se abren puertas al tráfico de especies, a la deforestación, a la ocupación ilegal de los territorios, a la extracción de los recursos. Se pierde mucha vida, en sus diversas formas.
Y justo cuando hacía la revisión final de esta columna, llega la noticia de un atentado con explosivos en un centro de formación de la Policía. Un atentado más contra la vida, como el de hace 30 años en el corregimiento La Rochela, en Santander y como tantos más, incontables, en ese lapso de tiempo. Uno más que queda en la estadística. Uno más, que como aquel, seguramente no llegará a tener explicación satisfactoria. Uno más en el que los muertos y sus familiares llenarán los espacios noticiosos de los días próximos, pero que serán olvidados y probablemente nunca reparados. Uno más que servirá para señalamientos, especulaciones y acusaciones irresponsables. Uno más, que ahondará la insensibilidad que hemos venido adquiriendo, que nos impide ver que cada vida perdida es irremplazable, y que solo cambiarán las cosas cuando dejemos de justificar cualquier muerte, cuando dejemos de aprovecharlas para exponer nuestras posiciones políticas, que con ese telón, se hacen mezquinas.
Ninguna muerte puede ser una muerte más. Así que tampoco podemos sentirnos satisfechos con que las muertes en la Feria de Manizales se redujeran. El valor supremo de la vida obliga a pensar que la única satisfacción se encuentra en que nadie sea asesinado.
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