Quienes nos reconocemos hinchas del Once Caldas desde hace 50 o más años, forjamos el afecto en el molde de la resignación. Sabíamos que era un propósito cívico, una manera de hacer sonar en el ámbito nacional los nombres de Caldas y Manizales. Con esa intención se enviaba también candidata al Reinado de Cartagena, porque en ambos casos, ganar no era prioritario.
Amábamos nuestro equipo así quedara colero, como en 1975 y 1987. Nos habituamos a antepenúltimos y penúltimos lugares: 1948 (Once Deportivo), 1958 (Deportes Manizales), 1964 y 1967 (Once Caldas); 1972, 1973 y 1974; 1984, 1985 y 1988 (Cristal Caldas); 1981 y 1982 (Varta Caldas).
Nos importaba más que jugara bonito y ganara al Pereira. Ah, eso sí. Éramos románticos y regionalistas. Ilusos con sentido de pertenencia. Tarde nos llegó la obsesión por el resultado que se apoderó del mundo, después que los EE.UU. demostraron con estadísticas su triunfo en Vietnam, así los campos de batalla lo desmintieran.
Surgió una generación de caldenses resuelta a escalar posiciones, punto a punto, hasta hacernos sentir sensaciones desconocidas: la posibilidad de ser campeones contra los grandes… y contra el árbitro, y conseguirlo; clasificar a Copa Libertadores hasta ganarla en una gesta de ‘no-te-lo-puedo-creer’. Como dijo el periodista argentino Fernando Niembro esa noche gloriosa: “Esta hazaña muy difícilmente la repetirá el Once Caldas”. Imbuido de vidente estaba…
También apareció una generación de hinchas del resultado, sin pertenencia ni identidad, poseídos de un falso amor con matrícula condicional, que desaparece o renueva al vaivén del triunfo y la derrota. Incapaces de deleitarse con el fútbol, exigen altisonantes más de lo que pueden dar: respaldan a cambio de boletas. Provienen de los sedimentos de la sociedad o de sus cloacas, se envuelven en la bandera verde, blanca y roja no para forjar comunidad sino para amurallar tribus sedientas de sangre, sin importar si es la del verdadero aficionado que para ir al estadio se mete en territorio bélico.
Cuando se fueron los que sabían, llegaron los que ambicionaban para sí mismos y el Once Caldas volvió a los lugares que le eran familiares, ya sin juego deslumbrante. El hincha nuevo apeló a todas las violencias verbales y el viejo no se resignó después de paladear el sabor del triunfo.
Los ambiciosos estuvieron a punto de repetir la historia: dejar sin fútbol profesional a Manizales, como en 1953, 55, 56, 57, 59 y 1960. Ya no estaban Gómez Arrubla ni Hoyos Botero que antepusieron el civismo a su comodidad y sus sucesores establecieron la tradición de no defender ninguna causa ciudadana. Fue un forastero, antioqueño para mayor desgracia del orgullo caldense, quien salvó el Once Caldas como sociedad anónima.
Pero no entendió o no interesó lo que simboliza. Invirtió y tal vez sin proponérselo atrajo a personajes inquietantes que medran del equipo, adelantan actividades jamás explicadas y dejan sentimientos encontrados.
Entronizaron prácticas antes impensadas: futbolistas que hacen costosos regalos a su entrenador, por… gratitud. Otro aprendió el significado de ‘payola’ atribuyendo su práctica a otros, aunque durante su breve y trágico regreso desaparecieron de las alineaciones los juveniles, que suelen ser los peor pagados. Un rival resentido salió a denunciar que en el Once recibieron dineros de terceros para definir resultados. Y ahora se cierne la posibilidad del linchamiento de uno de los señalados causantes de tan triste situación.
Todavía peor es ver cómo quienes se proclaman sus hinchas, lo son pero para coserlo a puñaladas traperas, reclamar lo que no han dado y contribuir a que el patrimonio local sea cada vez más ajeno. Entonan loas cuando las cosas están bien y son los primeros en cambiar la letra de la canción cuando se ponen mal.
De los dueños del Once Caldas no se sabe si pueden pero no quieren, o quieren pero no pueden. Pero en Manizales deben preguntarse si realmente se desea tenerlo. Hasta hoy, parece que se ansiara abandonar en manos extrañas, como ha ocurrido con otras empresas que fueron caldenses.
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Post scriptum: Francisco Maturana vino a cerrar su ciclo como entrenador donde lo empezó y a matar el buen recuerdo que había dejado. Cumplió la promesa de no dejar el equipo en el puesto 16. Quedó 18.
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