Hoy hace 148 años, junio 23 de 1868, un gringo llamado Christopher Latham Sholes patentó la máquina de escribir. Inventor al fin y al cabo, se arrepintió luego y prefirió no hablar de ello sino para desencartarse, a cambio de muchos dólares. Empezó a fabricarla ‘E. Remington & Sons’, cuya clientela hasta entonces se había repartido entre machos alebrestados y hembras hacendosas, usuarios de artefactos tan disímiles como fusiles y máquinas de coser.
La de escribir fue símbolo de progreso mediado el siglo XX. Empresa donde no la había era obsoleta, poco confiable. Como era casi un lujo, en los colegios seguían enseñando caligrafía con el método Palmer; luego dieron clases de mecanografía, en las cuales, a fuerza de errores o ‘lapsus rémington’, se encauzaban los “valores del futuro”. Así llamaban a los estudiantes, menos a los maquetas o pécoras.
Leroy Anderson dio a esa maravilla la condición de arte, cuando en 1950 compuso una obra para máquina de escribir y orquesta sinfónica, en la cual el tecleo y el sonido de la campanilla hacen parte de la melodía. Estuvo a un tilín de desbancar a Filippo Marinetti, para quien el automóvil es más hermoso que la Victoria de Samotracia, reina del Louvre junto con la Gioconda.
El artilugio fue el primer contacto del periodista con la tecnología, reservada a linotipistas e impresores. Antes escribían en libreticas y los más avezados dictaban: los viejos trabajadores de LA PATRIA evocaban a cierto director paseándose por los talleres a media noche, mientras improvisaba el editorial del día siguiente, que pasaba de su voz a la plancha de impresión, sin corrector de por medio.
Los recuerdos de la vieja sede de la carrera 20 están asociados con el interminable tecleo en la salita de redacción y el sonido bestial que brotaba de lo profundo, cuando Ramona, la vieja rotativa, alcanzaba velocidad de crucero. Hoy sería contaminación por ruido; en aquella época era música para el oído. En las redacciones vio la luz un arte espontáneo: chuzografiar o mecanografiar con los índices. A veces con uno, mientras se entrevistaba o se tomaba café, con el cigarrillo colgado de los labios. Sus creadores fueron periodistas empíricos (valga la redundancia): a veces, poetas convertidos a la fuerza para no perecer de hambre; bachilleres con dificultad o abogados truncos, cuando mucho. Tecleadores sobre la marcha.
La dificultad no era conseguir la noticia ni redactarla; era cambiar la cinta untándose de tinta hasta la coronilla. Se escribía sobre largas tiras de papel llamadas ‘sábanas’, arrancadas a trozos cuando el párrafo no concordaba, desechándolos con madrazo incluido. Con frecuencia se vaciaba la basurera para buscar lo descartado, porque resultó que sí servía. La sábana se transformaba en colcha de retazos pegados con cosedora o con cinta pegante, y a veces contenía pequeñas obras maestras.
Orgullo del periodista chuzógrafo era escribir sin mirar el teclado, a veces conversando. Destreza derivada de premuras acumuladas, con el consecuente atasque al golpear simultáneamente dos teclas, cuyos brazos se entrecruzaban férreamente. El inconveniente se transformaba en deseo recóndito, cuando a alguna compañera de aceptable belleza se deseaba que se le subieran los tipos… de la máquina.
Un día cualquiera, las viejas Remington, Underwood, Brother u Olivetti fueron desplazadas por juveniles IBM eléctricas, de teclas suavecitas, bolas intercambiables de impresión y sonido asordinado. El silencio cambió para siempre las salas de redacción, aunque el reinado de las modernas fue efímero, porque su delicadeza era más apta para secretarias.
Pronto llegó el computador que con todo y sus oropeles no podía negar ser hijo de la máquina de escribir. Fue como la transición del cine mudo al parlante: con ésta se fueron los periodistas espontáneos y aquel trajo consigo los egresados de universidades, furibundos cultores de la tecnología, vecinos de la inmediatez y extraños a la reportería.
Desplazada, la máquina de escribir se refugió en juzgados e inspecciones, hasta cuando comenzó la modernización de la injusticia. Ya centenaria, debió salir a la calle a mal ganarse la vida en los dedos de los tinterillos, oficio que también tiene los días contados, y al desaparecer se llevará consigo la cumpleañera de hoy. Ya no tiene cabida sino en los museos… y en la memoria de desuetos periodistas nostálgicos.
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