En días pasados circularon videos aficionados tomados durante una pelotera en un restaurante de Medellín, cuando la dueña del lugar se negó a servir comida a un músico ambulante que fue invitado por una comensal, luego de cantar a cambio de unas monedas. Las imágenes muestran a la mujer gritando “¡discriminación!” a otra que se hallaba parapetada tras un mostrador, que quizás la libró de cosas peores.
Durante decenios, los sitios de reunión pública han ejercido el tiránico derecho de decidir a quién atienden o no, basados en el aspecto. En especial, en el vestir. Es un grosero prejuicio, pues el hábito no hace al monje: si así fuera, el australiano Nigel Kennedy o el alemán David Garrett, ambos virtuosos violinistas clásicos, no tendrían entrada ni a los mesones de la galería. Sus respectivas fachas de punquero y roquero podrían convertirlos en ídolos de Holocausto. Por el contrario, cualquier zarrapastroso que tenga con qué alquilar un esmoquin, entra “como perro por su casa”, como dice una amiga que ‘arregla’ refranes.
Por allá en los años 1970, si la memoria no falla, se ofrecería en el Club Manizales un homenaje al escritor marmateño Iván Cocherín. Éste, quien además de sencillo era pobre, fue a recibirlo vestido con su ropa de diario, incluido el sempiterno sombrero a lo compadrito. Pues los porteros del empingorotado recinto, que no eran más ricos ni de más alcurnia que él, ¡no lo dejaron entrar!
Por esa misma época se acostumbraba fijar en las entradas de los sitios de esparcimiento, en especial asaderos y fuentes de soda que por la noche se transformaban en bebederos con pespuntes de lupanares, un aviso que decía: “Nos reservamos el derecho de admisión”. Generalmente eran negocios de media petaca y el letrero era su toque de sofisticación y buen tono, creían.
En los de petaca entera la discriminación se ejerce mediante precios rallanos en el atraco. Con solo ver la carta, el primer impulso del cliente es alzar los brazos y dejarse sacar la billetera, dispuesto a revelar las claves de las tarjetas, si fuere necesario. Para acabar de completar, el menú está escrito en otros idiomas o con palabrejas de invención local, de sonoro vacío. El propósito es intimidar a gente común no acostumbrada… a tanta pendejada.
Sus dueños emparejan a todos esos negocios: todos descienden de negros, indios y campesinos, o todos los anteriores, lo cual jamás reconocerán y los avergüenza profundamente. Quizás sus padres les legaron una posición más cómoda o los enviaron a la universidad a obtener un título, ya que no a educarse, dándoles ínfulas para creerse por encima del resto.
Es una cadena antigua: los españoles depredaron América en busca de dinero y respetabilidad. Saquearon lo que encontraron, pero siguieron siendo lo que eran, y son. Con lo mal habido empezaron un proceso de ascenso social, del cual son sus peldaños la negación, la discriminación y la humillación a quienes les recuerdan sus orígenes. Al unirse con indígenas y con libertas, sus hijos acentuaron tales conductas para exorcizar unos ancestros que seguirán respirándoles en la nuca, hasta provocarles pesadillas nocturnas. Para reafirmar alcurnias, no piden favores, dan órdenes; no agradecen porque todo les es debido; los cargos laborales los conciben para mandar y no para trabajar; si la embarran culpan al subordinado y mientras más déspotas y patanes sean, se consideran de mejores familias. (¿Quieren nombres?).
Pero el pasado los persigue: la mayor parte son ‘chengues’ y ‘cochongos’ (aindiados y paticorticos), ignorantones en el saber y fatuos en el parlar. Solo hablan de tener porque desconocen el ser y hasta en eso se les ve la falta de contenido. Si aquel letrero lo colgaran en restaurantes europeos, de donde se ufanan de ser clientes habituales así los hayan visto solo por el canal TLC, serían candidatos a doloroso rechazo, mismo que les encanta aplicar hasta a los primos pobres.
Queda claro que la cuestión no es de clase sino de dinero: la fulana del restaurante de Medellín y sus congéneres se reafirman rechazando a un músico ambulante. Pero revelan su verdadera condición cuando se desloman atendiendo a un traqueto, que representa lo que en el fondo desean ser. ¡Ahí no hay aviso que valga!
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