Con escasos doce días de diferencia, tres de los cuatro elementos de la naturaleza descargaron todo su poder en Caldas: el fuego consumió seis casas antiguas en la Calle Real de Salamina, el jueves 6. Y el martes 18, el agua y la tierra causaron desastres en ocho barrios de Manizales, en especial Aranjuez, segando diecisiete vidas -31 sumados los desaparecidos- y arrasando 70 viviendas. Su magnitud opacó los avatares que por la misma causa padecen en Villamaría, San José, Risaralda, Manzanares y Pensilvania.
Para no quedar atrás, el aire se había adelantado en enero y febrero con vendavales, en Chinchiná, Neira, Riosucio y Victoria. Así, de a poco y mientras siga cayendo “agua Dios misericordia” como decían las abuelas, la mariposa monóptera seguirá llenándose de puntos rojos que señalan catástrofes, grandes o chicas; todas lo son.
Las consecuencias del incendio en la señorial Salamina van mucho más allá de las pérdidas materiales y la inesperada condición de destechados de los perjudicados, de por sí deplorables. También lo es la destrucción del patrimonio arquitectónico, el cual conduce a la pérdida de la cultura y ésta a la desaparición de la identidad.
Difícilmente serán construidas réplicas: las maderas preciosas de las casas originales ya no se consiguen, arrasadas como fueron por la fitofobia antioqueña. Tampoco quedan maestros tapieros, baharequeros, empedradores ni talladores. Hasta la boñiga será menos compacta… Por lo tanto, en los lotes quizás sean construidos locales comerciales y la todavía hermosa Calle Real se transformará en una calle cualquiera. Ese será el recuerdo que de su pueblo guarden los casterailas nonatos.
Mientras las bienintencionadas e inocuas declaratorias de patrimonio no estén respaldadas con efectivas políticas proteccionistas, seguirán equivaliendo a los diplomas de asistencia que daban en el colegio, para no mandarnos a vacaciones con las manos vacías. ¿Para qué, entonces, tanto orgullo con los bienes culturales si poco se hace para evitar su destrucción… deliberada o involuntaria?
En lo que respecta a Manizales, su historia bien valdrá la pena ser contada desde la perspectiva de los desastres invernales que suceden, un año sí y otro también. Será el recuento de episodios que ya nadie recuerda, con extensas listas de muertos cuyos nombres nada dicen y cuya única utilidad será mostrar cifras espeluznantes. Barrios como El Triunfo, La Avanzada, Estrada, San Fernando, Campoamor, Cervantes, Aranjuez y varios, varios más, tendrán sendos y tristes capítulos. El título sería originalísimo y vendedor: ‘Crónica de una tragedia anunciada’, porque predecir el pasado es muy fácil.
Varias generaciones de manizaleños se tomaron a pecho el dicho, ‘Manizales, una ciudad levantada contra la voluntad de Dios’, acuñado luego de los pavorosos incendios de 1925 y 26. Lo combinaron con otro, ‘en Manizales para hacer la casa hay que hacer primero el lote’, y desafiaron la naturaleza construyendo en pendientes donde, con sano juicio, se debió conservar el bosque o sembrarlo. También lo hicieron quienes no tenían casa ni lote, y se aferraron a cualquier pared para levantar cambuches que con los años se volvieron viviendas; las viviendas barrios y los barrios parte de la ciudad, y eventuales altos riesgos de deslizamiento.
Y si no es el agua del invierno, podría ser la tierra hecha sismo. Al parecer, ya fue olvidado el terremoto de 1979, pues donde se desplomaron casas en Milán, levantaron edificios de unos pisos por delante y más por detrás. Además, los arquitectos resueltos a desafiar la gravedad (de su imprudencia), extienden el perímetro urbano mediante excavaciones inverosímiles para afirmar rascacielos alucinantes, por su precario equilibrio.
Llegará el momento en que la desgracia golpee en sectores altos de la sociedad, “y el día esté lejano” y el columnista equivocado. Si quienes hoy se agarran como pueden en sus casitas bajo montaña, están desamparados, es mejor no imaginar cómo quedarán cuando los recursos alcancen solo para atender las emergencias más notorias.
Se apuesta fuerte con un capital débil: la eventualidad de que nada ocurra. Eso es ‘cañar’, aseguraban los tahúres. Para proteger vidas humanas y patrimonios arquitectónicos y culturales se necesita mucho más que suerte. Porque contra la naturaleza no se puede ‘cañar’. Ya se sabe que puede descargar sus cuatro elementos juntos. ¿Se aprendería la lección?
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