La Ley 35 de 1939 estableció el 12 de octubre como Día de la Raza y la Hispanidad. Excluyó la indianidad y la africanidad que cada colombiano lleva en la sangre, en mayor proporción que la hispana, incluida la de “la altiva señora del banquero que tuvo un hijo negro siendo mona”, según Luis Carlos González.
Con encomiable santanderismo, Pedro Felipe Hoyos Körbel juró seguir acatándola. En su columna ‘El 12 de octubre, una fecha connotada’ (LA PATRIA, octubre 3), disparó con escopeta de regadera una lluvia de adjetivos descalificativos contra las “actitudes, que, disfrazadas de históricas, tratan de condenar este hecho con argumentos frágiles y bizantinos”.
Se debería arrancar la legua a quienes digan que la invasión (perdón, la majestuosa llegada) española derivó en esclavización, deculturación y mestizaje. Los ‘virtuosos’ devotos del apóstol Santiago bajo las advocaciones de Matamoros y Matajudíos en España; Mataindios en América, atravesaron el tremebundo océano para el “bien y remedio” de indios ‘viciosos’ sumidos en la idolatría y la embriaguez.
Carecían de intereses políticos y ambiciones feudales; no buscaban preeminencia social. Si saquearon, expoliaron y asesinaron fue porque mandaron presos y gente de mala condición. (¡Qué manera de denigrar de los antepasados!)
Pero Hoyos (no es sinónimo de Guacas) ni quiso desmentir a tan “ligeros y necios autores” como José Ignacio Avellaneda, quien afirmó que “los desposeídos y los miembros de las capas sociales menos privilegiadas no podían aspirar a conquistar las Indias legalmente”. Se debía tener caudales para viajar.
¿Por qué tanta alharaca? Porque a Hermann Trimborn le dio por decir que las tribus del actual occidente caldense estaban en transición a Estado. Tenían “un arte refinado y los comienzos de un orden estatal y una cultura cortesana”.
Los indios eran pulcros, aseados y vanidosos: cuidaban sus dientes con yerbas y hojas de coca y se bañaban dos o más veces al día, en contraste con el asqueroso desaseo español. Así controlaban los piojos, que se volvieron plaga cuando fueron obligados a vestirse, anotó Víctor Manuel Patiño.
Eran antropófagos, sí. Los españoles también, en menor escala: en la expedición de Jiménez de Quesada “comieron carne de indios e indias”, aseguró Avellaneda. Los de Vadillo engulleron sancocho de manos y pies humanos en el riosuceño valle de Pirsa.
“Las culturas indígenas no eran ni bárbaras ni idílicas, sino tan civilizadas e imperfectas como las culturas europeas de la época”, sentenció Matthew Restall. Su tránsito a la civilidad fue truncado por la invasión española, que provocó “una catástrofe demográfica sin antecedentes en la historia humana”, dijo Germán Colmenares.
Las cifras aterran: en 1539 había en el occidente caldense “más de 40 mil indios, que se han asolado por juicio secreto de Dios”, según fray Jerónimo de Escobar. En 1559 quedaban 9.875 y 2.400 en 1582. En 1603, “escasos mil”. En 64 años pereció el 97,5% de la población nativa. Los nazis eran unos aficionados.
Lo que empezaron las armas lo terminó la suciedad corporal ibérica. Cabellos, barbas, pieles y ropajes que no conocían agua, albergaban viruela, sarampión, influenza, bubónica, difteria, tifo, escarlatina, varicela y tos convulsiva; pulgas y garrapatas. Sus dueños encimaron la pereza y la corrupción.
Los indios sucumbieron por miles y los sobrevivientes fueron reducidos a esclavitud. Para Cristóbal Colón eran “bestias de acarreo”. Al sufrir “pérdida de la libertad, colapso de la estructura social tradicional, desencanto ante el fracaso de sus divinidades e impotencia para entender y asimilar espiritualmente la repentina fatalidad”, se sumieron en una “crisis síquica” colectiva, afirmó Georg Eckert.
Fernando Mayorga agregó que cuando “se arruinaron los sistemas jurídicos que les eran propios, se trató de imponerles un derecho, el castellano, que resultó incapaz de adaptarse a sus peculiares condiciones de vida. Ello hizo que los indígenas quedaran sin ningún conjunto normativo que ordenara su vida”.
Con razón Pedro Felipe ve en estos historiadores y ensayistas a unos “exaltados racistas armados de ignorancia y desesperanza”. “Ligeros y necios autores” que “juzgan la historia” con “diatribas” y “juicios carentes de soporte”. Por eso, “rechazar lo actuado por España es un error, porque se ajustó a la ley vigente en ese entonces”: matar o matar.
Nada. Hay que exaltar en el Día de la Raza la más valiosa contribución española: ¡el pasodoble! ¡Olé!
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