Dentro de cuatro días terminará el octenio de Juan Manuel Santos. Por fin. Como si fuera un cometa de hielo y piedras, deja una larga estela de escombros espirituales que marcaron lo que él llama con desparpajo, su “gobierno”.
¿Gobernó? Se supone que un gobernante es el líder que conduce el país que se le encomienda por el camino del progreso, que la historia y el interés común señalan. Habla con la verdad y es escuchado con atención. Concilia en la diferencia respetuosa. Es la imagen de una Nación identificada con sus valores y tradiciones.
¿Se asocia con la figura de Santos? Por el contrario, cuando habló no fue escuchado, o cuando lo escucharon no se le creyó. Su hablar vacilante y espantosa vocalización más parecen expresiones de su condición espiritual que defectos físicos o malos hábitos. Sus palabras parecen tener significados opuestos y dejan la sensación de ocultamiento. Si dijo verdades fue contra su voluntad o porque le convenía. Es enemigo de la luz.
Actitudes sinuosas, comportamientos resbaladizos, aversión al contacto con gente diferente de quienes considera sus iguales, reflejan desinterés de conocer a sus gobernados. Ignorante de quiénes eran, amplió las brechas sociales, raciales, culturales y económicas que separan el variopinto conglomerado nacional. Arrogante imposibilitado de conciliar, sembró odios con las semillas de los virulentos desafíos de Uribe. Muchos de sus actos no tuvieron otra intención que acallar a quien lo elevó a alturas que no son para él.
Santos fue la peor garantía de un anhelado proceso de paz, del cual no supo ver sino el eventual rédito personal. La ciudadanía lo respaldó con la misma esperanza del comprador de lotería, pero sin fe en su sinceridad ni en la de los guerrilleros. Su lagarteado Nobel de la Paz premió un deseo, no una realidad. Eso buscaba y con eso se conformó.
Incapaz de convencer, su única estrategia fue regar ‘mermelada’ políticas para comprar respaldos. Es un prófugo de la ética.
Durante ocho años se dedicó a no hacer lo que su cargo exige: gobernar. Si la Presidencia de la República tuviera acciones en la bolsa de valores, las hubiera depreciado tanto que tiradas a la jura resultarían caras. Y ni soñar con una bolsa de valores morales.
Juan Manuel Santos se larga, dizque a dedicarse a su nieta. Menos mal la chica también tiene abuela, para que le inculque principios.
Se va, pero ni modo de decir que Colombia descansa en paz. Quién sabe cuál será el sabor de la ‘mermelada’ que tiene preparada su recién aparecido sucesor.
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En medio de tanta oscuridad brilló la ministra Mariana Garcés Córdoba. Como no es política y no sale en noticieros porque la cultura no derrama sangre, su gestión pudo pasar inadvertida, pero sus ejecutorias son elocuentes.
Por conocer la diversidad de las culturas autóctonas colombianas, trazó programas para hacer conscientes de ellas a las comunidades. Hizo imprimir libros con investigaciones relacionadas, ideó el plan nacional de lectura y escritura e impulsó las bibliotecas.
Deja leyes para el cine nacional, los espectáculos públicos y el patrimonio arqueológico y el cultural sumergido. Logró declaratorias de la Unesco: la más reciente la del parque nacional de Chiribiquete en la Amazonia, donde el arte rupestre sigue libre de grafitos y escudos del Nacional.
Es tan importante su trabajo, que no parece parte de la saliente ‘administración’. Se la extrañará. A nadie más.
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Adenda luctuosa: Emilio Echeverri Mejía fue uno de los pocos manizaleños de su generación enterado de que Caldas va mucho más allá de la Plaza de Bolívar. Tuvo enorme conciencia de ser caldense y lo manifestó en varias oportunidades: una como director del Comité Departamental de Cafeteros, cuando en 1985 y 86 vinculó a la entidad con la realización de eliminatorias para escoger las primeras delegaciones de músicos propios al Festival ‘Mono’ Núñez de Ginebra.
Como Gobernador organizó con los secretarios del despacho y otros funcionarios una Cuadrilla para el Carnaval de Riosucio. Él mismo se disfrazó. Si bien el grupo no hizo el agotador recorrido que impone la tradición, el gesto causó profunda gratitud entre los riosuceños, quienes sintieron que, por una vez, la Gobernación de Caldas había respaldado de corazón la festividad.
Emilio Echeverri fue un ser excepcional.
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