El recuerdo más lejano que conservo de un Campeonato Mundial de Fútbol se remonta a 1962, hace la friolera de ¡56 años! Aunque difuso y fragmentado, es inolvidable: el empate 4-4 de Colombia ante la temible Unión Soviética, con gol olímpico de Marcos Coll, único en la historia de ese torneo, hasta el sol de hoy. El arquero ‘enemigo’ era Lev Yashin, ‘la Araña Negra’ por su eficacia en las redes y su vestimenta oscura.
En aquel entonces el mundo no entraba en estado catatónico y la cotidianidad no se interrumpía. Como era domingo, en Manizales se enfrentaron Once Caldas y Millonarios a la misma hora del cotejo mundialista. Qué pasó en la grama local ya fue olvidado, pues ni siquiera goles hubo. Las emociones estaban en las orejas, cuando una voz gangosa y lejana interrumpía la transmisión con otro gol colombiano. Más que canto parecía un graznido, por la precariedad técnica y la distancia de donde provenía. Pero a los aficionados les sonaba como un aria de ópera. Con un valor agregado: entre los héroes nacionales había uno del Once, Óscar López.
El día siguiente los periódicos desplazaron de la primera página las peloteras políticas, para incluir crónicas de la hazaña y fotos en blanco y negro apenas visibles, que mostraban a los nuestros como congelados en el aire. Bastó para imaginar que se había visto el partido. Por la noche, ‘El mundo al vuelo’ emitió la película del gol, narrada, casi contada, sin interminables chillidos desgarradores. La celebración fue un abrazo afectuoso de compañeros, sin contorsiones ni payasadas neymarescas. Con el 0-5 que nos propinó Yugoeslavia terminó el sueño… y el Mundial para los colombianos.
Antes de Inglaterra 66 se calentó el ambiente con álbumes con las 16 selecciones clasificadas. El consumo de gaseosas se disparó: algunas tapas traían bajo el corcho la posibilidad de reclamar una lámina “en la tienda más cercana” y la obligación de comprar otra unidad por la fabulosa suma de 20 centavos, igual que un pasaje de bus. Como casi nunca había monedita porque los papás no le “jalaban a esa vagamundería”, se mendigaba a los tenderos del contorno, quienes se deshacían de tapas sin premio, sembraban ilusiones y florecían frustraciones.
En los carritos de dulces vendían sobres con tres figuritas a 15 centavos, y como salían muchas repetidas, los recreos colegiales se convertían en mercados persas. Los pudientes compraban diez o más sobres cada día, para darse el lujo de revender. Las más difíciles de conseguir alcanzaban cotizaciones de Wall Street y por eso casi todos esos cuadernos quedaron sin completar.
Como hubo más televisión, nos enteramos de que en Alemania Federal (la había también comunista) un jovencito Franz Beckenbauer deslumbraba al mundo y Portugal galopaba en los hombros del gigantesco y decente Eusebio, ‘la Pantera Negra’. Entonces quisimos ser Hans Tilkowski, Gordon Banks o Bobby Charlton en los partiditos de la cuadra, con dos piedras a falta de arco. Nadie se atrevía a ser Pelé.
También supimos que Argentina hacía escándalos en la cancha y no podíamos creerlo, pues el fútbol colombiano estaba lleno de argentinos que nos parecían como dioses. Que a Pelé lo molieron a patadas y que pasaban ‘cosas raras’ con los árbitros.
Cuatro años después vimos los primeros partidos en directo desde México 70, siempre en blanco y negro. Solo repetían las jugadas más interesantes, en una cámara tan lenta que más parecía una secuencia fotográfica rápida. Una vez terminado el partido seguía el consabido picadito callejero, en que cada niño quería ser uno de los astros acabados de ver. El desafío era jugar en cámara lenta, pero el berriondo balón no se prestaba y al arquero lo llenaban de goles.
Fue el mejor Mundial de la historia, con un Brasil de fantasía, un fútbol cercano al arte y la ausencia de Argentina. Tal vez por eso no hubo expulsiones.
Que parece antediluviano, ¡claro! Con escasa información e imaginación mucha, vivíamos esos campeonatos como si fuéramos a cada estadio. Hoy el estadio llega a cada casa, lo cual es también una maravilla tecnológica, pero acabó con los partidos en el cemento, donde cada muchachito soñaba con ser un mundialista.
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