En casa decían que el título sería bachiller-bachiller académico-académico, porque repetía todos los cursos. Para que no fuera tan notorio, me cuidé de hacerlo en varios colegios.
Hasta cuando cierto sentido de la dignidad me hizo tomar la resolución de trabajar de día y estudiar de noche. Me recibieron en la nocturna del Instituto Manizales sin hacer preguntas. Bastó con adjuntar una preciosa colección de ceros.
Lo laboral lo resolvió el gerente Luis José Restrepo de LA PATRIA, al acogerme como un corrector de pruebas cuyo currículo era un monumento a la brevedad: ser lector compulsivo. Así el pipiolo de 17 años dio su primer paso hacia una carrera periodística, cuyo más reciente capítulo es esta columna nostálgica. (Una historia que jamás será escrita. Es demasiado normalita).
Funcionaba el colegio en el antiguo y enorme caserón levantado entre las carreras 16 y 17 con calle 19. En tiempos idos había sido guarnición militar y se transformó en su tercera sede. Colindaba con la inspección de Permanencia, adonde llevaban a los borrachos ruidosos de la cercana plaza de mercado y donde algunos retenidos se convertían en detenidos con rumbo a la cárcel. Para qué, pero en general vigilantes y vigilados fueron buenos vecinos.
Al frente había una ‘fuente de soda’ penumbrosa y medio tenebrosa, cuyo dueño vendía por igual: trago a las parejitas, algunas conocidas, y pintadito a los estudiantes que iban a clase sin comer. En cada recreo sonaba ‘Melina’ de Camilo Sesto, un día sí y el siguiente también.
Era rector -del instituto, por supuesto- el quindiano Jaime Echeverri, respetado por los muchachos e idolatrado por las muchachas. Vicerrector era don Duviel Salazar, cuyo rostro duro y estricta disciplina ocultaban un corazón comprensivo. Frente a los tableros se turnaban el venerable don David Toro; Conrado Cortés, Pablo Emilio Gómez, Orlando Gómez… William Rodríguez era profesor en semana y futbolista los domingos. Fernando Quintero sacaba estudiantes de lunes a viernes y expulsaba jugadores los fines de semana. Además, doña Gloria Isabel, exmonja, filóloga y cantante de ópera; la abogada y matemática Gloria Cecilia Martínez amaba el oficio y a los estudiantes. Tantos otros…
Figura dominante en las clases “deurnas” era un estudiante flacucho y alto llamado Bernardo Jaramillo Ossa, que echaba largas peroratas sobre un tal Marx, que no era Groucho, y miraba furioso a quienes no aplaudían. Tenía por escudera a una Carmenza Delgado de gatunos ojos amarillos y mirada de madona renacentista. Opacaban al resto.
El plantel de la noche era variopinto en edades y oficios. Por los corredores malamente iluminados con bombillas de 60 bujías desfilaban barrigudos obreros casi sesentones, contadores empíricos, vendedores de todo, empleados de almacén, secretarias, amas de casa, mensajeros y hasta mucamas con patrones progresistas. Quién lo creyera, en Manizales había.
Todos iban con el sueño de obtener un tardío diploma, para seguir a la universidad, por el orgullo de tenerlo o no avergonzar a los hijos. Se recibía al cabo de siete años de amansar pupitre de 6:00 a 10:00 p.m.
Los crujidos del vetusto suelo anunciaban al recién llegado, antes de que fuera visible en la oscuridad. Por las ventanas de postigos de las aulas se escapaban las voces de los maestros, los murmullos ocasionales del estudiantado y las estridentes carcajadas de Carlos Eduardo Piedrahíta, que contagiaban al colegio entero. Se iba a estudiar…
En el Instituto Manizales fui bachiller académico, sin repetir curso ni obtener doble título, como vaticinaban en casa. Jamás regresé: poco tiempo después fue demolido el edificio sin importar su valor histórico, para dar paso a la avenida a Villa Pilar que también arrasó con la paterna vivienda. Después sería construido el primer terminal de transportes en el enorme lote.
El colegio fue trasladado por tercera vez y parecieron borrarse los recuerdos setenteros. Otro trasplante dejó regados más de aquellos símbolos, hechos y detalles que atan las personas con las instituciones. Se convirtió en un Instituto Manizales extraño, que permanentemente cortaba con su pasado. Los viejos egresados se desconectaron y los recién ingresados no tuvieron referencias históricas.
Así fue hasta este año, cuando la celebración del sexenio de fundación desempolvó un montón de recuerdos. Aunque nunca he ido a la sede actual, el Instituto Manizales volvió a ser “mi” colegio.
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