Hace dos años los grupos más conservadores del país se opusieron al Manual de preguntas orientadoras que la entonces ministra de Educación, Gina Parody, impulsaba. El objetivo del documento era - mediante el respeto, el diálogo y la tolerancia - reducir en los colegios la discriminación de todo tipo. Incluida la homofobia.
Los opositores, sin embargo, señalaron que era una cartilla que buscaba una “colonización homosexual” de los estudiantes, como dijo Ángela Hernández Álvarez, diputada bumanguesa y seguidora de la iglesia Cristiana Cuadrangular. Incluso hicieron montajes con contenido pornográfico y lo divulgaron en las redes sociales para cazar incautos y sumarlos a la lucha contra la “ideología de género”. Marcharon por las calles de las principales ciudades colombianas y gritaron cosas como: “No queremos que se metan en nuestros hogares con una ideología contraria a la humana”.
Hoy soy yo quien grita que no quiere que el gobierno de Iván Duque se meta en mi hogar con ideologías contrarias a las humanas y a las leyes.
Hace un mes Duque se posesionó como presidente con el apoyo de los grupos más conservadores y de derecha que hay en Colombia. Ahí están los votos de los lefebvristas, endosados por el quemalibros Alejandro Ordóñez, a quien ya le pagaron con la embajada en la OEA. Y los de la sectaria Viviane Morales, a quien parece le ofrecieron la embajada en Francia. O sea la nación de la ilustración y la “liberté, égalité, fraternité” para una mujer que no reconoce los derechos de los homosexuales, y que argumenta sus posiciones Biblia en mano en vez de los derechos y las leyes.
También tiene los votos de los cristianos del Mira y del partido Colombia Justa Libres, que lideraron las protestas contra Parody, y que juntos le sumaron cerca de un millón de votos a Duque. Una suma nada despreciable como para considerar a alguno de sus seguidores en la cartera de Familia. O al menos para que dicten las directrices de lo que debe ser una familia colombiana, ya no desde el púlpito de un pastor, sino desde el Congreso y los pasillos de la Casa de Nariño.
A pesar de que el ministerio todavía es un proyecto, basta ver el gabinete que armó Duque para evidenciar que sus ministros son defensores de las ideas retrógradas.
Por ejemplo, la ministra de Justicia, Gloria Borrero, está detrás del borrador del decreto que reglamentará la multa y decomiso de la dosis mínima de estupefacientes, a pesar de que la Corte Constitucional la despenalizó en 1994. Sus argumentos, además, son ridículos, por no decir cantinflescos: “Los médicos no pueden expedir recetas de drogas que no son legales. Para demostrar que es un adicto la persona puede acudir al testimonio de sus padres. La policía, en el proceso verbal, definirá si le cree o no. Vamos a sacar la droga de las calles”. O sea, los expertos que se hagan a un lado, que los policías hagan de jueces y la experticia la darán los padres de familia. Sí, la droga saldrá de las calles para meterse en las casas y convertirlas en ollas y fumaderos.
Es una posición que echa en saco roto cuanto estudio y análisis hay sobre el consumo de drogas en el mundo. Además, es continuar con el infructuoso camino de la guerra contra el narcotráfico trazado por los EE.UU. y que no plantea otra visión que la prohibición, el plomo y la fumigación.
Estas situaciones dejan a Iván Duque como un pelele. Como un presidente pusilánime incapaz de sostenerse en las ideas progresistas que promovía como senador, para no quedar mal con sus electores. Como un sometido al paternalismo de Uribe y lo que su vocero, José Obdulio Gaviria, digan. Un tipo que en vez de querer llevar a Colombia hacia adelante, está dejando que le tiren línea para volver al país de hace 27 años, con ideales rezanderos y de enaguas de 1886.
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