El 16 de febrero tomé un Transmilenio que en pocas estaciones se llenó. Uno de los nuevos pasajeros sacó un amplificador, lo encendió y micrófono en mano deseó un lindo día, recordó que las sonrisas y aplausos son gratis y anunció que interpretaría un rap de su autoría.
Cantó que los venezolanos nos roban, nos quitan el trabajo y los cupos escolares de nuestros niños. Dijo “nuestros niños” aunque él era casi uno… si acaso tendría 20 años. También dijo venecos. Al final rapeó que teníamos que defender a Colombia y “hacer algo”. Su letra era una suma de prejuicios, lugares comunes y chauvinismo que es el sustento fanagoso de ese relato de ficción que se titula “El Castrochavismo”: un cuentazo narrado en clave de terror, que muchos votantes toman por cierto.
Yo lo oía y pensaba que mi vecino de silla podría ser venezolano. Planeé que cuando pasara pidiéndome propina se la negaría y le diría una frase sobre lo que pienso. Pero terminó de cantar y mis planes se nublaron por un miedo paralizante: todo el vagón aplaudió emocionado, incluyendo a mi vecino. Lo ovacionaron. Alguien silbó. Otro gritó “muy bien”. El rapero recogió mucho dinero y salió con su amplificador a seguir su show en otra ruta.
Después recordé la foto de August Landmesser en 1936 en la Alemania nazi. Búsquenla en Google. Todos los discursos de superioridad de la raza se parecen: logran sacar en masa lo peor de cada individuo.
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