Todos en algún momento de la vida sentimos que fracasamos. Fracasa el político en su aspiración, el estudiante con una materia o con todo un año escolar, los empresarios que se quiebran, quienes se quedan sin trabajo, el que pierde la lucha contra una enfermedad, quien intenta dejar un vicio y reincide. Fracasan los matrimonios, aunque haya amor.
Me parece que en esta sociedad abierta, con libertad de expresión, sigue siendo mal visto, indecoroso, hablar del dolor propio. Cuando la gente pregunta “¿cómo estás?” se espera que la respuesta sea “muy bien” y no el relato lacrimógeno y pormenorizado de tus últimas pesadillas.
La procesión va por dentro. Por fuera, en las redes sociales, la gente publica selfies con sonrisas, platos exquisitos, mascotas, viajes, abrazos con los amigos, paisajes de película, parejas enamoradas y niños listos para un casting de Johnson & Johnson. El fracaso en las redes aparece cuando le ocurre a otra persona con la que usualmente no tenemos contacto: vemos los videos supuestamente graciosos del niño que hace el ridículo ante sus compañeros y todos se burlan, o del personaje público en una situación bochornosa que preferiría ocultar, o una caída en bicicleta o un hurto callejero. Dramas que le pasan a otros y no a quien hace la publicación.
Es muy escaso encontrar en un muro de Facebook el mensaje de alguien que diga “me siento deprimido” o “tengo ganas de llorar” o “hoy amanecí muy triste” o “fracasé y fue mi culpa”. Tenemos una sociedad con altas tasas de suicidio, clínicas de reposo y consultorios psicológicos abarrotados, pero el espacio virtual se lo roban las caritas felices. De lo otro no se habla porque es tabú o de mal gusto. O porque qué pereza esa gente con tan mala energía.
Me causan admiración los valientes que rompen ese molde: quienes publican una foto en la que exhiben la calva producto de la quimioterapia; los que con el corazón arrugado cuentan que el bebé que venía en camino ya no está; los que publican la angustia por la salud de un ser querido o la foto del pariente fallecido acompañado de un “te extraño”; los que le informan a sus amigos, de frente, que están buscando trabajo y necesitan ayuda.
Porque en últimas se trata de eso: de tener la humildad de pedir ayuda. Las penas compartidas se vuelven más livianas y a veces se anhela tanto un abrazo que hasta los virtuales reconfortan. Pero una sociedad que poco habla del duelo y de la enfermedad mental siente vergüenza de narrar la fragilidad: no sabemos cómo mostrar nuestra vulnerabilidad. Es posible que no sea necesario hacerlo, pero creo que constatar que no todos son tan lindos y exitosos como se ven en Instagram nos hace más humanos.
Hace poco una psicóloga me dijo: “todos los que sufrieron duelos este año están tristes por estos días”. La Navidad es un momento para la alegría intensa, la fiesta y la risa, pero también es un momento para la tristeza de los que por primera vez enfrentamos estas fechas con la soledad inesperada que dejó un ser querido. Pienso por ejemplo en las familias de los 47 motociclistas, peatones, ciclistas, conductores y pasajeros que murieron este año en accidentes de tránsito en Manizales, o en los parientes de las víctimas de los 73 homicidios o los 36 suicidios que han ocurrido este año en la ciudad. Las cifras están disparadas y seguramente ninguno de ellos imaginó hace un año que el grupo familiar de la Navidad siguiente estaría incompleto.
Los duelos también enseñan. Nos recuerdan que podemos transformarnos, cambiar hábitos, rutinas y aprender a vivir distinto. Vistos así, los duelos son una oportunidad: un tránsito por un camino pedregoso pero temporal porque no hay pena que no sane con el paso del tiempo y, como escribió hace poco Rosa Montero en el diario español El País: “la alegría es tenaz. Hay vida al otro lado del desfiladero”.
Esos tránsitos también sirven para valorar a quienes nos quieren: aunque el planeta tenga millones de personas somos seres solitarios y los afectos verdaderos son escasos. Yo compartiré estas fiestas abrazada a los míos: mis papás, mi hija, mis hermanos, que son los postes a los que me aferro cuando pasan los huracanes. Espero que todos ustedes también tengan una Navidad y Año Nuevo rodeados del amor de la gente que de verdad importa. Y como escribieron el poeta peruano César Vallejo y más recientemente el cantante español, Joaquín Sabina, dos de mis admirados: perdonen la tristeza.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015