Con el arribo de la fotografía digital, primero en cámaras y luego en teléfonos celulares, ahora proliferan las fotos de espacios íntimos y cotidianos: las redes sociales están llenas de imágenes de paseos en la playa, cumpleaños, matrimonios, mascotas y platos de comida.
Vivimos llenos de fotos pero, paradójicamente, el álbum de fotografías, como objeto, es una pieza en desuso. Ya pocas personas (mi mamá entre ellas, por fortuna) imprimen las fotos y las pegan para conservarlas en papel y poder ojearlas al cabo del tiempo. Ver fotos antiguas tiene una enorme carga simbólica. Nos permite trasladarnos a otra época y otro estado anímico, quizás más feliz porque son pocos los que toman fotos de sus momentos tristes.
El semiólogo Armando Silva escribió hace unos años “Álbum de familia: la imagen de nosotros mismos”, un libro en el que explica por qué los álbumes son tan importantes para entendernos como sociedad. Ellos narran la historia privada de lo que somos, sin máscaras ni apariencias, tal y como existimos en nuestro entorno afectivo.
Lamento que estén desapareciendo los álbumes y por eso mismo celebro que haya gente que se anime a preservar esa memoria familiar en forma de libro. Cuando uno ve un álbum empieza a contar: esto fue cuando hicimos el paseo a La Dorada; esto fue cuando vivíamos en La Rambla… y así fluye la conversación de una generación a otra. Pero como las palabras se esfuman y a veces las imágenes no se explican por sí solas, es valioso que haya personas que preserven ese relato familiar, que es también un retrato de una época y una región.
En los últimos meses he conocido dos libros de este tipo, escritos y editados en tirajes pequeños, únicamente para la parentela, pero que pueden ser de interés para círculos más amplios, empezando por los historiadores. El primero se llama “Celebrando la vida. Familia Castro Herrera”. Lo escribió el comunicador Gerardo Quintero Castro quien, con el repentismo oral que lo caracteriza, cuenta la historia de su familia, oriunda de Herveo. El libro trae árbol genealógico, fotos y múltiples historias, que seguramente son cuentos repetidos entre tías y primas. Para un lector como yo, ajeno a los Castro, queda sin embargo una sensación de cercanía: todas las familias paisas son más o menos parecidas.
El otro libro se titula “Memorias” y es un bello volumen en formato apaisado, a color y de tapa dura, que recoge el testimonio de Luz Villegas de López en 54 páginas llenas de fotos. Ella, con 93 años, narra con humor e inteligencia las anécdotas de sus hijos y nietos, las navidades, los paseos y las comidas, pero trasciende el ámbito privado para contar detalles de su Salamina natal, del barrio Lleras en donde vive desde 1947 y de las circunstancias en las que crecieron las mujeres de su generación: “En mi época era difícil que las mujeres se interesaran por educarse, por leer o por la política, que era algo bien importante”, y en otro aparte señala: “yo no me acuerdo de haber visto a una mujer tomando licor en mi época”.
El libro es una amena suma de memorias que recrean con calidez momentos históricos: “Recuerdo que una vez fue Gaitán a Salamina y habló en la Plaza desde un balcón. Todos quedaron en el pueblo tan consternados con su visita, que hasta se les olvidó que eran godos y todo el mundo resultó liberal”, cuenta la autora al comienzo de su obra.
La semana pasada la agente literaria Kate Mckean, escribió en El País de España el texto “No, tu historia no da para un libro”, con el que busca desestimular a los que sueñan con escribir un libro sobre su vida, argumentando que no toda historia da para una obra ni todo el mundo es buen escritor. Respetuosamente discrepo: es cierto que circulan muchas historias flojas, sobre todo de ficción, pero deben ser los lectores los encargados de enterrar esos libros en el olvido. En cambio creo que libros como los de Gerardo Quintero y Luz Villegas de López, que no tienen pretensiones en el mundo editorial, son importantes, necesarios y bienvenidos.
En una época como ésta, en la que la historia familiar se fija en Facebook y en Instagram, es maravilloso que existan personas que le den valor a la memoria impresa y se tomen el trabajo de escribir y publicar historias cargadas de afecto, que son un regalo para las nuevas generaciones.
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La idea de esta columna nació la semana pasada, mientras Pablo Andrés López me mostraba con orgullo el libro de su mamá, Luz Villegas. La escribí el lunes y ella falleció el miércoles. Un abrazo grande para su querida familia, que quedó tan bien narrada en la voz cálida y alegre de esta admirable mujer.
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