En tercero de primaria uno de los libros de texto que debíamos estudiar era un volumen relativamente pequeño que llevaba por título “Caldas”. En la portada estaba el mapa del departamento con su división política multicolor y en las páginas interiores abundaban mapas, gráficos y datos. Había un pequeño capítulo dedicado a cada municipio y ahí aprendí que Samaná era el más extenso y que Marulanda tenía al ganado ovino como pilón de su economía. Un dibujo con ovejas ayudaba a memorizar ese dato, mucho antes de que tuviera la fortuna de conocer esa zona de montañas tan bonitas.
Se siente uno como un dinosaurio diciendo que estudió historia y geografía en el colegio porque eso ya no se usa. Historia dejó de ser una materia autónoma en 1984 y en 1994 desapareció del currículo de formación básica. Algunos ministros del nuevo gabinete no alcanzaron a cursarla y quizás ni siquiera el joven presidente. Las clases de historia y de geografía se incorporaron dentro de “ciencias sociales” y hoy los colegios hacen “proyectos” en los que los conceptos se manejan de manera transversal, según explican algunos pedagogos. Pero tanta transversalidad hace que a veces se embolate la información básica, como por ejemplo el estudio de la historia de Colombia, y ni hablar de la historia regional.
De esto se lamentaba el pasado miércoles en la noche el historiador Albeiro Valencia Llano, quien en una charla muy amena con el escritor Octavio Escobar Giraldo presentó su libro Colonización antioqueña y vida cotidiana, editado por la Universidad de Caldas. Dijo el profesor Valencia que su libro era recomendable para todos los habitantes de esta región, y particularmente para alcaldes y gestores de cultura de los municipios del paisaje cultural cafetero, porque llevamos siete años desde que la Unesco lo declaró patrimonio inmaterial de la humanidad, pero aún está todo por hacer y el estudio del pasado ayuda a entender y valorar el presente. Creo que tiene toda la razón.
El último día del año pasado numerosos medios de comunicación publicaron el titular “Vuelve la clase de historia a los colegios”. La noticia informaba que el presidente Santos acababa de sancionar la Ley 1874, que en su momento promovió Viviane Morales, modificando la ley general de educación de 1994, para volver a incorporar en los currículos la clase de historia. El optimismo inicial duró poco porque la revisión de la norma indica que por ahora eso no va a ocurrir: el artículo 5 de la ley dispone la creación de una comisión asesora que tiene un plazo de dos años a partir de su instalación para que fije los lineamientos de la nueva asignatura. El borrador del proyecto de decreto que reglamenta la comisión apenas se presentó para comentarios de la ciudadanía en junio, así que los dos años aún no han empezado a correr.
Como quien dice: se le tiene pero se le demora.
El presidente que sancionó la ley no es el que la va a ejecutar. Ahora hay otro gobierno, otra ministra y otro enfoque en materia educativa. Resulta entonces pertinente preguntarse cuál historia es la que se va a enseñar, porque como bien dijo el profesor Valencia Llano en la presentación de su libro esta semana: “la historia que cuentan los soldados es distinta de la que cuentan los generales”.
Esa frase me recordó una entrevista que el New York Times le hizo a Humberto de la Calle antes del plebiscito, en la que dijo que “la paz es un tema de narrativa y se requiere que la sociedad valide verdades fragmentadas y genuinas, en oposición a una única verdad oficial”. En otras palabras: que permita la irrupción de nuevas historias, de otras versiones sobre los hechos.
Hay historias nacionales y también historias regionales, en plural, que es necesario escuchar para poder construir paz. Existen distintas versiones sobre la violencia, el conflicto armado, las drogas y los conflictos de tierras, pero también sobre el pasado regional: por ejemplo la versión sobre la separación de los tres departamentos del Eje Cafetero varía dependiendo del lugar en que se escuche.
Mientras el gobierno se toma su tiempo para enmendar el error de haber eliminado las clases de historia de los colegios ya habrá pasado al menos una generación que se quedó sin haber cursado esa materia. A todos, pero sobre todo a los millennials que no tuvieron esa asignatura, bien les convendría leer el nuevo libro de Albeiro Valencia Llano, así como el de Historia mínima de Colombia, recientemente publicado por Jorge Orlando Melo, y al que vale la pena dedicarle otra columna.
Si el fanatismo se cura leyendo, la lectura de textos sobre historia es una vía particularmente rápida para lograr ese propósito.
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