Uno de mis recuerdos más remotos son las noches navideñas elevando globos en la terraza de la casa de mis abuelitos, en la calle 37 del barrio Linares.
Mientras alguien en cuclillas encendía la mecha y se cuidaba de no quemarse con las gotas de petróleo ardiente, los demás sostenían las puntas, por lo general ocho extremos que se iban soltando a medida que el globo se llenaba de humo.
A veces mi familia le metía variedad al asunto: elevaban dos globos al tiempo, unidos por una pita. El reto consistía en que jalaran al tiempo para dejarlos ir.
(Si usted nunca elevó globos no entenderá en qué consiste que un globo jale. Son sensaciones que no se aprenden en los tutoriales de Youtube).
Algunos volaban hasta confundirse con Marte y otros se quemaban a pocos metros, enredados en los cables de la luz, por la mecha pesada o porque el globo no había quedado simétrico y se ladeaba.
Lo mejor era hacerlos. Aunque los tradicionales eran de 12 lados, mi papá diseñaba unos enormes de 72 pliegos y otros de mosaicos y de tiras. Había que recortar papel seda, untar el engrudo con un pincel y armar la mecha con estopa que se metía en medias nonas, de esas que hay en cualquier casa con lavadora. Confeccionarlos tomaba casi 3 días y para elevarlos se necesitaban al menos 15 personas. Verlos volar era mágico.
En la Navidad de 1996 un globo cayó sobre las bodegas de Sofasa en Envigado y el incendio causó pérdidas por $10.000 millones de esa época. Ése y otros incendios forestales y urbanos provocaron su declive. Pasaron de ser una tradición bonita a un objeto clandestino, como la pólvora. Ahora son prefabricados y plásticos. Los venden en almacenes de mercancía china, como a sus primas las cometas. Ya no se hacen en casa y no tienen fuego. Se elevan de día, por el calor del sol.
Escribo sobre los globos así como los paleontólogos lo hacen sobre los dinosaurios: para dejar registro de algo bello que se extinguió.