El coscorrón que Vargas Lleras le dio a su escolta estuvo muy mal, al igual que la amenaza de Uribe de “si lo veo le voy a dar en la cara marica”. Gente que puede coincidir conmigo en que esa violencia física o verbal es inadmisible, defendió-justificó-morigeró esta semana, en medio de la polarización que nos lleva a dividirnos en bandos, lo que ocurrió el miércoles en las afueras del Teatro Los Fundadores: estrujones a Vargas Lleras, a su hija, a Iván Duque y a su equipo, bajo el argumento de “sin pueblo no hay debate”. ¿Y si los agredidos hubieran sido Petro, De la Calle o Fajardo? Lo pregunto porque algunos de los que esta semana dicen que los estudiantes tienen derecho a protestar condenaron lo que ocurrió con Petro y Timochenko en Cúcuta y Armenia respectivamente: lo que para algunos fue una violación a la integridad, seguridad y libre locomoción de unos candidatos para otros fue una protesta.
El pueblo somos todos y claro que hay derecho a protestar, pero la protesta tiene que respetar los derechos de los demás para que no se vuelva en sí misma un contrasentido. El argumento de “si yo no entro no hay debate” me recuerda el absolutismo de Luis XIV: “El Estado soy yo”, trastocado por “El pueblo soy yo”. Visto así, claro que sin pueblo sí hay debate: casi todos los debates presidenciales son a puerta cerrada en un estudio de TV al que entran solo los asesores de los candidatos y un exiguo público prefabricado (mujer, joven, jubilado, negro) que dé apariencia de diversidad. Lo importante de los debates no son los asistentes, que nunca pueden preguntar, sino la oportunidad de poder seguir por TV, radio o Internet, como estaba previsto acá, la confrontación de ideas. Si un ciudadano X logra llegar a 3 o 15 metros del candidato es irrelevante para todos los que no somos ese ciudadano: para eso son los foros individuales con los aspirantes, en los que, a diferencia de los debates, todos los ciudadanos X pueden participar.
Lo más fácil de un debate es no hacerlo. Hay que acordar reglas del juego con cada candidato, conseguir un sitio que garantice seguridad (¡hay gente diciendo que por qué no lo hicieron en la Plaza de Toros o de Bolívar!), reservar igual número de sillas (100 en este caso) para la comitiva de cada partido, sincronizar agendas de los candidatos y dar garantías de imparcialidad para todos. Le aplaudo a los organizadores haberse metido en la enguanda de traer por primera vez a los candidatos a hablar sobre temas de acá, lo cual se logró y salió por Telecafé, así como su iniciativa democrática de abrirlo al público, aunque hoy, con la sabiduría que da el día después, luzca ingenua y dudo que se repita.
Ingenua yo que pienso que el interés público prima sobre el particular. El interés público de un debate presidencial sobre una región en la que vivimos más de un millón de personas, no debería frustrarse porque 10, 30 o 100 no caben en El Fundadores.
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