Estadio y multitudes
Señor director:
En ese entonces, límites con la prehistoria, iba a fútbol con mi hermano Carlos. Era un domingo sí y otro no. Nos veníamos desde la Alta Suiza caminando, bajábamos por la avenida Lindsay y bordeábamos el muro de ladrillo que cerraba la manzana del estadio. No recuerdo dónde compraba las boletas, pero ingresábamos por una puerta de lata frente a la universidad -usted ya encañona, les decía el portero a los chicos que ya no estaban tan chicos y querían seguir entrando gratis- y tocaba trepar por un barranco hasta la última grada de la tribuna sur, entonces descubierta, rodearla y por una puerta angosta entrar a sol central que era, según decía, el mejor sitio para ver los partidos.
Nos ubicábamos tan al medio como fuera posible con la esperanza de no quedar debajo de la gotera, cada vecino con su transistor como cajas de zapatos, y a todo volumen escuchábamos lo que Javier Giraldo Neira y sus aprendices transmitían desde los camerinos y la cabina de Todelar al otro lado. Uno de ellos, luego gran estrella, describió un día el travesaño de la portería como el vertical horizontalizado. Mientras, un señor, que los llevaba en una gran caja, vendía pandeyuca diciendo "se los van a comer o me los como yo".
Cuando el equipo, encabezado por el loco Darío, saltaba a la cancha, de saltar no saltaba, Giraldo Neira lanzaba un grito que el público respondía como una sola voz: “¡Que viva el Once Caldas!" "¡Que viva!" Luego seguía el locutor que, cosa curiosa, oíamos para que nos dijera lo que estábamos viendo. En el medio tiempo Giraldo con su grandilocuencia analizaba la derrota, pues casi siempre era una derrota, glorificaba a Funes, regañaba a los dirigentes y le armaba el equipo al entrenador; luego repetían los goles, y hacían la publicidad de calzado Triunfo. Así era la rutina en todos los partidos. Eventualmente el equipo iba ganando y contábamos henchidos de orgullo a voz en cuello ¡uno, dos, tres... once!
No había barras bravas, ni holocaustos; no se fumaba marihuana abiertamente, no se cerraban las calles aledañas ni se consideraban planes de seguridad de cinco cuadras a la redonda. No se ponía en estado de sitio a la ciudad. Un borrachito de vez en cuando era sacado por la policía que no desplegaba su caballería ni sus fuerzas de choque vestidas de negro. Un día les dio por hacer un enorme pozo entre la gradería y la cancha, antes separadas por una malla y la inefable pista de carbonilla por la que nunca corrió nadie. El pozo o foso inútil financiaría alguna campaña política y costó esta vida y la otra. Taparlo, para volver a robar, valió el doble, claro.
Sonaba el pitazo final. Mientras seguían haciendo entrevistas, abandonábamos el estadio por el mismo camino de barro resbaloso oyendo, radio a la oreja, las floridas conclusiones finales del doctor Giraldo Neira tan perfectas que parecían grabadas. Se había hecho a un Ford Mustang azul, único en el pueblo y sus alrededores en el cual nos alcanzaba en El Cable conduciéndolo a buen paso. Todos le abríamos espacio como al papa que era.
La vida nos fue absorbiendo, dejó de interesarme el fútbol, a mi hermano también, y no volvimos, juntos al menos, por allí. Fui al partido con que inauguraron la remodelación del estadio que dejó de ser el Fernando Londoño y se hizo el Palogrande, y volví cuando a regañadientes vino la selección del Brasil.
Ya enterraron al señor Giraldo Neira. A muchos les abrió el camino y les dio una forma de vivir. El escuálido minuto de silencio en un estadio vacío lo siguió a su tumba.
La cosa era más o menos así. "Transcurría el minuto quince de la segunda mitad del partido o sea la tercera parte del segundo tiempo, minuto 60 del total sin agregar descuentos, cuando la pelota esférica, la número cinco, el cuero en cascos primorosamente unidos por un artesano del páramo cundiboyacense de raíces muiscas, despedido por el perfil izquierdo del pie derecho impulsado por la pantorrilla movida por el muslo del mismo lado, salió disparada contundentemente hacia el arco haciendo detener el aliento de los treinta mil espectadores que fijaron en ella sus vistas y sus vidas. Un golpe de suerte, una intervención desafortunada de los hados, la llevó a estrellarse, a golpear, a impactar girando hacia la izquierda, contra el travesaño de la portería austral de este glorioso estadio impidiendo de esa manera su deshimenizacion, generando un !hay¡ un grito concluido en uta, que brotó al unísono, de una sola vez, inequívoco, de la garganta de la multitud que volvió frustrada a sus duros asientos tras ver cómo no se rompía el celofán inconsútil de la portería del Deportivo Pereira en este clásico de clásicos sin que la malla abrazara la pelota ni el portero sufriera la humillación de sacarla de la red para enviarla al centro del campo y sellar así el uno a uno esperado."
Luis Fernando Gutiérrez-Cardona
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015