VOZ DEL LECTOR

Testigo del misterio humano
Señor director: 
Siempre he recordado la entrevista de TV con el poeta J. Mario Arbeláez, realizada por Pacheco -RIP- hace varios años. P.- Usted es una persona bohemia, dicen quienes lo conocen. A.- Ciertamente lo soy. Me gusta mucho compartir unos tragos en grupos de amigos, mientras se escuchan tangos, boleros y poesía. P.- Pero además de bohemio, lo que parece una contradicción, es usted también muy espiritual. A.- Claro que sí. Una experiencia de mi infancia me signó esta característica de ser un hombre con un alto sentido de trascendencia, de espiritualidad. Le narro lo ocurrido: “muy temprano una mañana, tenía unos 11 años, me despido de mis padres y de la tía que vivía en casa, para dirigirme a la escuela rural donde estudiaba y que me exigía una caminada de unos 40 minutos. Regresaría en la tarde una vez finalizada la jornada escolar. Todo acaeció normal como de costumbre. Al estar regresando, desde lejos podía ver mi casa, sus paredes pintadas con colores fuertes. Y al hacerlo, noté una novedad: en las afueras de la casa, en su jardín y en su entrada, había varias personas, hombres y mujeres, que conversaban entre sí. Llegué y me abrí paso entre los adultos para acceder a la puerta. Noté de inmediato que adentro también estaban varias personas y a mis oídos llegaron los sonidos de las palabras del Santo Rosario que provenían de la sala. Me encontré con mi madre, quien inmediatamente me abrazó y me dijo suavemente al oído: mijo, se murió esta mañana su tía, le dio un paro cardíaco. Ahí la estamos velando. Me puse muy triste, pues la tía y yo nos queríamos mucho. Entramos a la sala, en medio de la cual había un ataúd, rodeada de seis cirios y de algunos ramos de flores. Me senté al lado de mi madre mientras las personas allí congregadas seguían rezando. Una vez concluida la oración mi madre me volvió a hablar al oído: mijo, usted debe tener hambre. Vaya a la cocina, allá hay agua de panela, hay panes y galletas. Coma algo. Así lo hice. Me dirigí por el corredor hasta la cocina. Cuando entré, mi tía estaba allí, lavando una loza. Me saludó muy animada, me dio un beso. Yo, ofuscado y sin entender, solo pensé: ¿cuál fue la tía que se murió? ¿Sería que mi otra tía que vivía en el pueblo había venido esa mañana y se había muerto ahí en la casa? Mi tía me dijo: siéntese mijo que le voy a preparar un algo bien agradable. Me senté y esperé que la tía hiciera un chocolate. Me lo sirvió con pan y galleta. Cuando lo hizo me volvió a abrazar y a besar. Una vez terminado el refrigerio, me despedí de la tía con mucha gratitud y me dirigí a la sala. Me senté al lado de mi madre y le pregunté: mamá, ¿cuál fue la tía que se murió? Porque allá en la cocina está la tía Amparo que vive con nosotros. Mi madre, brava y contrariada, me tomó de los brazos y me dijo: cállese, no diga bobadas. Me puse de pie, la cogí de una mano, y la conduje hasta la cocina. Muy asombrado quedé, pues allí no había nadie. Mi madre me volvió a regañar diciéndome que la tía Amparo estaba muerta en el ataúd. Al volver a la sala, me arrimé al ataúd y de cerca pude ver a mi tía Amparo, muy pálida y muy dormida. ¿Cómo había podido pasar este evento en la cocina? Solo sé y recuerdo siempre el gran amor servicial de la tía Amparo. 
Alirio De Los Ríos Flórez