Empleados de planta: una nueva élite
Señor director:
 
Salvo que se carezca del sentido de la solidaridad, duele contemplar la prematura muerte de tantos emprendimientos que en su afán de supervivencia se ingenian los compatriotas que no gozan del privilegio en que se ha convertido tener un empleo fijo. Todos hemos observado en nuestro cotidiano recorrido por las calles de cualquier sector de la ciudad cómo algún local está siendo acondicionado para abrir allí una cafetería, boutique, peluquería, restaurante, consultorio, venta de arepas o cualquier otro emprendimiento. Lo vemos en funcionamiento y atendido por sus entusiastas propietarios y empleados; pero muy poco tiempo después, tristemente, somos sorprendidos y moralmente golpeados por el hecho de que ahora en las puertas del mismo local aparecen carteles en los que se lee: “Se arrienda”. Esos son sólo casos visibles, pero seguramente hay un número todavía mayor de emprendimientos que nacen y mueren en una especie de anonimato.
Detrás de estos fracasos suele haber frustración e incluso la quiebra económica y moral de un hombre, una mujer, una pareja, una familia o unos socios que soñaban obtener un ingreso; un oneroso préstamo bancario o de otros usureros; las ilusiones truncas de aquellos que de una u otra forma esperaban beneficiarse por largo tiempo de un empleo directo o indirecto; los compromisos adquiridos y ahora pendientes con proveedores; los gastos realizados en las entidades que otorgan los permisos de funcionamiento, y quién sabe cuántos otros problemas más. Aparte de las víctimas de estos encomiables, pero fallidos intentos, ¿a quién le duele sinceramente su suerte y hace algo por ellas?
Todavía quedan empleados, especialmente oficiales, que creen que el Estado se alimenta económicamente de sí mismo; que los fondos estatales se obtienen del dinero que a su antojo quiera emitir el Banco de la República; que desconocen o se niegan a reconocer que todas las prebendas de las que gozamos los empleados de planta, públicos y privados, son posibles gracias a las iniciativas y los riesgos que corren los grandes, medianos y pequeños emprendedores o empresarios. Generalmente, estos empleados se autoperciben y se presentan ante la sociedad como una masa sacrificada y explotada, ignorando que sus comodidades (así no sean las deseadas) sólo son posibles gracias el esfuerzo de esos arriesgados emprendedores que con sus impuestos alimentan las arcas de las que se extraen los salarios y demás prestaciones.
Cuando se está en cargos de planta, y más aún cuando se es empleado estatal de toda la vida (como en el caso de la ministra de Trabajo y de los expertos que la acompañan), se es propenso a desarrollar una mentalidad ajena a las incertidumbres de los emprendimientos particulares, en los que unos días se gana y otros se pierde. Eso explica por qué con tanta facilidad imponen a los emprendedores obligaciones muy justas en la teoría, pero impracticables en la realidad. En su brega diaria, un emprendedor tiene que hacer todo para subsistir: turnarse con sus ayudantes para aprovechar las 24 horas de todos los días de la semana sin importarle si son festivos; alimentarse mientras realiza su trabajo; hacer lo imposible para recaudar los aportes para salud y pensión, etc.
Las organizaciones sindicales, cuya función social no desconocemos, se concentran de modo egoísta y discriminatorio en la mejora de las condiciones de vida de quienes gozan del privilegio de tener un empleo estable, y lo hacen desentendiéndose o incluso denigrando y atacando abiertamente a los verdaderos contribuyentes (los emprendedores o empresarios). No es insensatez que al Ministerio del Trabajo le convendría más el nombre de Ministerio de los Empleados, pues como en mayo del año anterior lo expresaran algunos de sus expertos y lo ratificara la ministra, la misión de esta cartera no es crear empleo, sino mejorar las “precarias” condiciones de los empleados.
Jorge O. López V.

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