Vivo en viajes extensos a las mentes más importantes del mundo. Llego con el medio de la literatura, el conocimiento, sudor y sangre de la historia plasmado en tinta convertido en libros. Ellos vienen inevitablemente acompañados de su dosis de curiosidad, que sólo alimenta ese deseo de más. Estudio, investigo, leo y respiro economía, sin embargo, el verdadero valor en el conocimiento de nuestra generación vendrá no de mi área ni de otra, sino de la combinación de varias disciplinas.
Me encuentro leyendo “El triunfo de la ciudad” por Edward Glaeser, economista brillante de Harvard. En este libro explica detalladamente los argumentos que hacen que hoy en día el consenso mayoritario de economistas sea que las ciudades son un gran invento; nos permiten ser más ricos, inteligentes, saludables, felices y amigables con el medio ambiente.
Es un consenso entre economistas lo anterior. Sin embargo, cuando digo esta conclusión recibo críticas de quienes no son economistas de una manera sorprendentemente frecuente. Las ciudades no son amigables con el medio ambiente me dicen, algo fácil de refutar. Cosa que dejaré para otra columna y mientras tanto, en este artículo científico. http://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0094119012000186
Algo más salta a la visa, especialmente a la de amigos sociólogos, filósofos y psicólogos. La palabra felicidad. ¿Cómo nos atrevemos, nosotros economistas ignorantes a comentar en el tema de la felicidad, a cuantificarla? No es posible ni moral cuantificar de ninguna forma la felicidad me dicen muchos. Si bien es irrefutable el hecho de que la economía tiene pocas herramientas para cuantificar la felicidad, es cómodo e inútil imposibilitar la investigación sobre lo que nos hace felices si aceptamos que como humanos no tenemos como y no debemos aproximar la felicidad a un número.
La precisión matemática para representar hechos en la vida real es tal vez la herramienta más apropiada de tomar conclusiones probadas sobre una realidad compleja. Sin embargo, para mí como economista entender las limitaciones éticas, psicológicas y logísticas de cuantificar la felicidad era pertinente ya que constantemente leo estudios, opiniones y estadísticas que buscan encontrar si la globalización nos hace más felices que antes, si vivir en ciudades nos hace más felices que vivir en el campo o que si sociedades consumistas son más o menos felices que las no tan consumistas.
En esa misión, decidí buscar el libro reciente más importante que discutiera sobre el tema de cuantificar la felicidad. “La industria de la felicidad” de William Davies fue el libro que escogí. Varios pensamientos brillantes encontré en esta pieza, que discuten las limitaciones. Como la de las neurociencias, y de cómo estudiar los neurotransmisores y cambios químicos en el cerebro no nos da una imagen no tan clara de la felicidad de las personas.
En esta área, hemos visto tanto en primates como en humanos que hay áreas específicas en el cerebro que se encargan de enviar impulsos de placer cuando hacemos o vemos algo que nos gusta. Ver la diferencia química y la activación de esta área tiene que tener algún valor científico y en el debate. Sin embargo, no es suficiente. Somos más que un cerebro en una caja de herramientas como manos y pies y por ende no debemos tomar con seriedad un indicador que olvida eso.
Podemos tomar consumo como un indicador aproximado. En el cuál asumimos que cada vez que alguien consume, es porque consumir lo hace feliz o menos triste. Sin embargo, este método nos ha logrado ser tildados de inhumanos a los economistas, y de que no nos importa la persona por su humanidad única sino como consumidor. Tal vez este indicador sea bastante imperfecto y desgarre parte del ser al dibujarlo como un número, no obstante, es fácil creer que más o menos, salvo a excepciones, países o ciudades que consumen mucho más son más felices que sus equivalentes que poco consumen. Si el consumir NO trajera felicidad, podemos no consumir. Ya que todos somos libres de no consumir, inclusive quienes tienen dinero, creeríamos que más consumo es más felicidad.
Tal vez el indicador menos controversial fuera de la economía es el de preguntar. Salir a la calle y preguntar a sujetos qué tan felices son de 1 a 10. Parece bueno diría uno, sin embargo, al vernos en la situación en la que alguien nos pregunta esto nos damos cuenta que la respuesta es bastante abstracta. ¿Estoy más feliz que ayer?, ¿o que mis vecinos o que los colombianos en general? Estoy triste en este momento pero me considero una persona bastante feliz, ¿Es la felicidad un sentimiento estático, temporáneo? ¿o es un estilo de vida, un camino como dicen algunos?
Victor Frankl , sobreviviente del holocausto Nazi e inspirador de la psicología humanista, en su libro “El hombre en busca del sentido” comenta sobre su terrible situación en Auschwitz y de cómo él veía que inclusive en las peores circunstancias imaginables por las que puede pasar una persona, se puede ser feliz si se le encuentra un sentido a la vida. De igual forma hay psicólogos que están en desacuerdo y filósofos que tienen objeciones sobre las definiciones de felicidad, cosa que sólo confunde más la discusión.
Ante las abundantes y merecidas críticas a la cuantificación de la felicidad de la gente y de libros como el que leí, acompañadas de carentes propuestas de un índice mejor. ¿Qué podemos hacer los economistas? En búsqueda de mejorar la calidad de vida y de informar a quienes tienen el poder de hacerlo, debemos no subestimar la importancia de la evidencia. Si queremos entre la comunidad académica aprender sobre qué nos hace felices, debemos empezar con esto.
El llamado es a universidades, colegios y personas a tener discusiones, debates y trabajos interdisciplinarios. En este caso el reto es encontrar ese punto donde se encuentra la economía, psicología, neurociencia, filosofía y sociología para describirnos precisamente lo que es la felicidad y como podemos ofrecer más de ella a la sociedad. Para ello necesitamos debate, para ello necesitamos compartir conocimiento.
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