Estoy sentado en el andén más mohoso de esta ciudad. Un fuerte aroma a orina de perro me rodea. Me senté aquí y no me fijé si puse el culo sobre míaos (¿esa palabra existe?). No sería la primera vez que pasa. Pienso con lentitud. Mi cerebro está aletargado. Miro con cierta curiosidad lo que ocurre frente a mí: un perro de color marrón olfatea a una perra; babea. Mientras tanto, la perra guarda su cola entre la patas. ¿Eso es una muestra de temor o de protección? El perro se le lanza encima y la perra huye. Hay desconcierto en los ojos de ese pobre chandozo, desgarbado y baboso.
Hace mucho frío. Ahora que pienso en el verbo “hacer” aplicado al frío, me preocupo. Sé que en otros idiomas también se le endilga la hechura del frío a algo inexacto “It’s frezzing” en inglés; con ese sujeto “It” que es bien sólido, casi monolítico; y “il faut frois” en francés. En ese idioma “il” es “él”. Quizás el hombre es la respuesta, un “él” que crea frío. ¿Él? ¿Dios? ¿Zeus? ¿mi papá? La angustia se apaga. Ya tengo una respuesta: es mi papá. Hace frío porque mi papá lo crea o mi papá lo permite y, por primera vez desde que empezó este día, me doy cuenta que en realidad “no “hace frío”; es cálido. De hecho, estoy sudando. Me siento transportado a un cuento de Antonio Di Benedetto: cualquiera. Me entero porque siento lo que dice Bolaño sobre los cuentos de Di Benedetto metamorfoseado en Sesini: los espacios empieza a reducirse hasta el tamaño de un ataúd.
Y sí, estoy metido en un ataúd. Uno navideño. El perro se va y yo me toco la frente. Está grasienta y húmeda. Me doy asco. Huelo mal. Es mi navidad número 19 sobre la tierra. Es 2015. Ocurrió lo de siempre. Tomo dos rocas del suelo, simulo mi navidad con rocas.
—Amor, yo te amo —dice papá.
—Malparido —responde mamá
—Mi amor, no se enoje. Solo fue una cervecita
—No le creo. Mire como está
—Es diciembre, mi amor. Entiende.
Me debo de ver como un demente con esta rocas mugrosas entre los dedos parodiando a mi familia. Mi mamá echó a papá de la “cena” navideña. Mi hermana tiene tres años, así que lloró y pataleó porque papá se fue. En medio del escándalo de mi hermana, tiró el pesebre al piso. Mi mamá le gritó y al pararse del mueble donde estaba tirada, con la cara enrojecida por la ira, tiró la botella de vino al suelo. Mi abuela, madre de mi mamá y por tanto igual a mi madre, llegó histérica desde la cocina. Gritó a mi mamá. Mi mamá gritó a mi hermana y mi hermana lloró más. Los bebés tienen amplificadores por pulmones. En eso llegó mi abuelo y se deslizó a causa del vino derramado. Yo observé todo esto impávido, medio asustado. Quise reírme pero lo que salió fue llanto. Un llanto ácido e incontenible. Mi mamá me gritó a mí porque estaba llorando. Descubrí que mi tía también lloraba. Se dañó el pesebre, mi abuelo se golpeó y se agotó el vino. Lo único que realmente nos une como familia.
No hemos abierto lo regalos. No hemos cenado. No hemos recitado la bendita “Novena de aguinaldos” que me sé de memoria. No hemos sonreído con hipocresía, ni hemos hecho comentarios amorosos cuando en realidad solo queremos putearnos. Somos una familia promedio. Patéticos miembros de la clase media que por azar se creen europeos y cenan pavo (yo no, soy vegetariano) y beben Sauvignon; comen musse de avellanas. Todo en lugar del guaro, la natilla y los tamales. Una familia disfuncional tratando de lucir como la postal que Disney nos dice que debemos ser: cuellos tortugas, árbol plástico de frondosos regalos costosos, copas de vino, sonrisas Colgate. Tratamos. Simulamos en conjunto. Incluso mi hermana participa del montaje cantando “El tamborilero” en lugar de “Ahí viene el niñito jugando entre flores”. Yo hago lo mío poniendo canciones gringas en lugar de la guasca colombiana.
En medio del patetismo de la escenita, corrí. Estaba asustado. No sé porqué lloraba. Me pasa todos los años, pero lo oculto en el baño. Me trago las lagrimas que me acometen como prueba de vida. 19 navidades, 19 llantos, 19 obras de teatro. 19. Este año superamos la cuota de patetismo y tuve que huir. Terminé sentado en este andén sucio y asqueroso. Me imagino a mi mamá llorando y me dan ganas de arrancarme el corazón para dárselo a ese perro. Llora desde que tengo memoria. Mi memoria está quemada por las llamas del llanto.
En este cuento de navidad termino celebrando el nacimiento de Jesús con un perro callejero, y rechazado. La navidad se transforma en un roto gigante en mí que me traga. Un vórtice que me aleja de los ideales de Home alone, de los cuentos de navidad rusos e inglés que me jodieron la cabeza. En este cuento de navidad me hundo en mí, en mi antigua depresión con tendencia maniaca, aún sin nombrar. Se acaba aquí y lo volveré a vivir el próximo año.
Happy hollydays, darlings.
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