En algún momento de la historia colombiana se impusieron las coaliciones partidistas, para que se anulara la oposición y los partidos tradicionales se repartieran por partes iguales los beneficios de la burocracia oficial y de los presupuestos. Apenas quedaron unas pocas voces rebeldes que clamaban contra la fórmula, que tuvo su razón de ser, pero con efectos posteriores nocivos. Las coaliciones fueron el fermento de la corrupción y acabaron con el civismo, una de las instituciones más sanas para el desarrollo de las comunidades. “No se pongan en eso, que yo consigo que el alcalde, (el gobernador o cualquiera otra autoridad, según el caso), lo haga”, les decía el político a los ciudadanos, cuando hablaban de adelantar un trabajo de interés común por su cuenta, “Eso sí, mano lava mano: yo les consigo la obra y ustedes votan por mí”. Tanta influencia adquirieron las coaliciones, que desplazaron a ciudadanos con sentido de solidaridad social, a filantrópicos empresarios privados y a beneméritas instituciones, para adueñarse definitivamente de la administración pública y convertir a los ciudadanos en esclavos de sus designios, y perpetuarse en el poder, por sí o por interpuestas personas, en casos de inhabilidad propia.  
A estas alturas de la vida, y con los cambios que han tenido las comunidades, sería infantil proponer que se hagan convites para construir o arreglar caminos, escuelas o puestos de salud. Es exótico, utópico o ingenuo pensar ahora en financiar obras con dineros recaudados en reinados populares, rifar bailes con las candidatas; poner a jovencitas a prender gallardetes con alfileres en las solapas de los sacos de los señores, por billetes o monedas que se recogen en alcancías; instalar ventas de empanadas, fritanga y otros comestibles, elaborados por señoras encopetadas; o hacer carreras de encostalados, varas de premio y otras ingenuas competencias deportivas, para financiar obras de interés general, sin necesidad de ayuda oficial; y menos de apoyos políticos.  
Lo que sí es posible es que empresarios privados, profesionales y otros ciudadanos independientes, académicos y jóvenes con vocación política, e instituciones gremiales representantes de sectores productivos se interesen en la administración pública, para procurar que se adelanten obras de interés común, con eficiencia y honestidad, desplazando a politiqueros y mafiosos, negociantes del poder, trabajando con “los más honestos y más capaces”, como alguna vez propuso un presidente colombiano, socio de una de las perversas coaliciones, a nivel nacional.
En el entorno que se aprecia desde el otero ilusorio de los buenos deseos, como los departamentos del Eje Cafetero, Bogotá y otras regiones del país, se nota una reacción de los ciudadanos para participar activamente en las próximas elecciones y llevar a gobernaciones y alcaldías, asambleas y concejos, a personas más cívicas que políticas. Aunque en algunas partes aspiran a los cargos de elección popular títeres cuyos hilos los mueven políticos condenados, con detención domiciliaria, libertad condicional o recluidos cómodamente en establecimientos 5 estrellas.