Era 21 de octubre. Como hoy, no era domingo, sino jueves. A Gabriel García Márquez lo llamaron temprano y le dijeron que era el Nobel de Literatura. Después no dejó de levantar el teléfono, aunque su mamá, a kilómetros de él, lo tuviera dañado.
Entonces, a los tantos que le preguntaron, les contestó que su primera impresión fue de incredulidad y asombro. “Hace cuatro años -dijo- que me despertaban con la misma noticia”.
De todas maneras, Gabo, como ya le decían, estaba joven para el premio (55 años) y él lo sabía. Tres semanas antes había dicho que no creía en los pronósticos, que no se veía un serio candidato y eso que ya lo habían puesto en la lista tres veces. “Pensé que esta vez era igual, que yo sería uno de esos candidatos eternos. Además, no me siento todavía en edad de recibir un Premio Nobel, ya que realmente el único más joven que yo ha sido Albert Camus”.
Estaba tan joven Gabo que ese mismo día hizo la contra para las palabras que le había dicho a su mamá tiempo antes. Esas de que quienes recibían el premio Nobel se morían poco después: “Recibir el premio con una flor amarilla en la solapa del esmoquin”. Hecho que no se le olvidó. El 10 de diciembre, en Estocolmo, García Márquez uso un vestido blanco y, en el bolsillo, estaba la flor amarilla. La contra le ha servido a Gabo. Después de 30 años todavía puede bailar. Lo hizo este año, en marzo, en la celebración de sus 85.
Las noticias eran, sobre todo, de agencia. Tres páginas para hablar de las maravillas del escritor, de las reacciones, de la vida, de sus novelas.
Fueron llegando las palabras de sus amigos, de los no tan amigos, de los críticos. Muchos de ellos, a estas alturas, ya murieron.
Julio Cortázar, por ejemplo, señaló desde París que estaba seguro de que Gabo haría un buen uso del Nobel, mientras añadió que “este galardón servirá para actualizar los muchos problemas que tenemos en América Latina, aparte de poner de relieve la genialidad de García Márquez”.
La Academia estaba integrada por 18 miembros y no habían vuelto a mirar a un latinoamericano desde 1971, cuando se lo dieron al chileno Pablo Neruda . El colombiano era el cuarto en recibirlo, después la chilena Gabriela Mistral (1945) y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
Era, por supuesto, volver a la literatura de estas tierras, con plumas tan pesadas como Jorge Luis Borges, Cortázar, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis. En Perú, por ejemplo, se preguntaron por qué a García Márquez y no a Mario Vargas Llosa, a quien se lo darían 28 años después, en 2010.
La pregunta fue otra vez por el lado de Borges. La felicidad para el colombiano, pero otro año en que el argentino seguía de candidato. Él también habló esa vez: “Fue excelente, un notable acierto. El galardón a García Márquez me parece justo”. Señaló, además, que no había leído muchas obras del escritor, pero que con Cien años de soledad le bastaba. “No hay duda que se trata de un libro original y que no procede de ninguna escuela”.
Luego, llegó la pregunta. Otro año sin Nobel, pero, ¿qué pasaría si hubiese sido él?: “Lo hubiese agradecido, pero creo que no habría sido justa. Mi obra no es importante”.
A García Márquez, por supuesto, le preguntaron ese día por Borges, uno de sus escritores admirados. Expresó que no entendía que no se lo hubieran dado. “Es imposible saber cuál es el criterio que siguen los académicos suecos para otorgar el Nobel. Siempre es una sorpresa”.
Sin embargo, para muchos no fue el suyo una sorpresa. Una periodista italiana lo convenció pocas horas antes de una entrevista, porque lo consideraba ganador fijo. Gabo se la dio, pero habló como un escritor común y corriente, sin premio abordo.
Muchos estaban esperando ese premio. Joven y todo, García Márquez ya había hecho una carrera que traspasaba fronteras. Antonio Caballero, en su ensayo El Nobel cayó de Macondo, escrito ese mismo año, lo describió así: “Todo el mundo conocía ya el nombre de Gabriel García Márquez , a quien medio mundo ha leído. Las obras del novelista colombiano han sido traducidas a 33 idiomas, y en los 33 han sido éxitos de librería y de crítica: en letón, en holandés, en catalán, en chino, en turco, en griego, en árabe, en inglés. Y en castellano, las tiradas de sus libros se hacen de entrada en un millón de ejemplares”.
Por supuesto, esas fueron las cifras, porque Antonio habló de la calidad, contando que, rara vez, un escritor había despertado a la crítica de todas las lenguas.
La Academia sueca dijo que le otorgó el premio al colombiano “por sus novelas y cuentos, donde lo fantástico y lo real se funden en la compleja riqueza de un universo poético que refleja la vida y conflictos de un continente (...). Ha creado un universo propio, donde se dan cita lo milagroso y lo más puramente real, fabulaciones desmedidas y hechos concretos”.
Antonio, en ese mismo ensayo, dijo que García Márquez no inventó una realidad, que en Colombia pasaban (y pasan) tantas cosas tan fantásticas, que él “no es el inventor de una realidad. Es, simplemente, el descubridor de la realidad que estaba ahí”. Después terminó: “Porque la literatura, cuando es grande, es tan grande como la verdadera realidad”.
Era un 21 de octubre de 1982. García Márquez ya había escrito Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y otros más. Ese día, no obstante, conjuró no solo que no se iba a morir tan rápido como le había dicho a su mamá que pasaba con los nóbeles. García Márquez conjuró su nombre al poder del no olvido.
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