Jeff Ruiz Rave*
Algunas casas son horribles, pero esa es abominable. Ahora cae muro a muro, se derrumba trozo a trozo. Adriana, si lo vieras. Mi maquinaria la aplasta y minuto a minuto el terreno se va despejando de escombros, entre los cuales veo madera, tierra, piedras, paredes de ladrillo, tejas, un gran trozo de loza blanca. Hay dos casas, la que se destruye ahora mismo frente a mí y la que se levanta en mi interior, con todas las imágenes que me vienen a la memoria. Debería recordar más que nada la puerta de entrada y lo suave y delicioso que se sintió abrirla aquel primer día, pero de lo que no puedo olvidarme nunca es de aquel baño pequeño y sofocante. Cada centímetro de su superficie era áspero al tacto. ¿Por qué era lo primero con lo que se topaba uno al entrar? ¿Qué tenías en mente cuando hacías los diseños?
—Este inodoro es tan bello –te dije cuando entramos—, es como un sillón elegante, te invita sutilmente a relajarte.
No recuerdo haber protestado por su ubicación, o por el piso, o dicho correctamente, por la ausencia completa de piso… el terreno yermo se expandía por toda la vivienda como una alfombra exótica. Me acuerdo de cada uno de los detalles de la ducha de aquel baño y la forma en la que, si te arrodillabas, podías encontrar un agujero a través del cual llegar al patio. Hoy me parece estar hablando de un lugar remoto, o de uno de esos sitios que no sabes con seguridad si visitaste un día. Aunque hay momentos, por el contrario, en los que estoy seguro de no haber salido de allí jamás.
—Es un patio poco convencional –decías orgullosa de tu obra—, improvisado por entero y sumamente exuberante.
También recuerdo perfectamente ese patio, lo reconstruyo en mi mente, era tu lugar favorito en toda la construcción. Todavía puedo ver su forma irregular y puedo sentir esa atmosfera que oprimía el pecho, porque pese a que lo presentaras como un patio, la verdad es que era igual al resto de la casa: vacío de luz, vacío de aire, húmedo, desafiante. Lo llamaríamos patio —me explicaste— por ser el único sitio en el cual podríamos movernos libremente, dado que aún no lo penetraba la vegetación que crecía en los cuartos. Los cuartos, me acuerdo también de los cuartos y lo que suponía estar en ellos. Llevaste al límite tu idea, entre audaz y estúpida, de edificar una vivienda en la que no se pudiera saber instintivamente cómo habitar. Cuando la abuela y el pequeño Manuel llegaron y se instalaron no pudieron ocultar su fascinación. Yo llevaba allí una semana y ya me había olvidado del sentido común, concebía fácilmente que un dormitorio pudiera ser al mismo tiempo un garaje, o que un garaje-dormitorio pudiera ser tres baños sin dejar de considerarse sencillamente como un armario. Y es que el reto de vivir en espacios como esos era, con todo, sensacional y emocionante. Estar en ellos era como intentar mantenerse firme en una estructura imposible. Cuando menos lo pensabas el entorno hacia que te preguntaras si estabas de pie en el techo, o si había una forma de salir de las habitaciones que no fuera rodando por las paredes.
—Cuánta complejidad, me encanta visualmente –exclamaba la abuela mientras le enseñabas los tallados uniformes y los demás detalles que adornaban los muros-, es una obra de arte, temo no poder adaptarme. ¿De qué está construida?
No quisiste revelarlo, pero para mí era obvio. La casa estaba hecha de basalto, tu material de construcción favorito, una roca volcánica oscura como la noche y capaz, con su sola presencia, de endurecer el entorno drásticamente y sumirlo en la penumbra. Habríamos apreciado más el color de este material si dentro hubieras instalado más bombillas, la oscuridad era francamente agobiante, en especial fuera de las habitaciones. Me acuerdo de las cercas de alambre que separaban los cuartos de los pasillos agusanados, esos túneles intricados en los cuales podías perderte por días si no te asegurabas con una cuerda. Ese fue el error de Manuel: no usar la cuerda al adentrarse en estos agujeros impensables. Ya había pasado un tiempo desde que nos habíamos mudado y el pequeño caminaba por la casa con una confianza excesiva. Fue cuando empezaron los conflictos.
—Vi una rata subir escaleras abajo –me dijo en una ocasión visiblemente entusiasmado—. El animal era del tamaño del cuarto de huéspedes y tenía el mismo color del cabello de la abuela.
—Ve por ella, campeón –lo animé solo para deshacerme de él por unos minutos, aunque consciente de sus habilidades de cazador. Recordarás que desde nuestra llegada solía aparecer con ardillas y puercoespines muertos, todos ellos cazados en los pasillos y destinados a la barbacoa.
Lo encontramos más tarde en el pasillo que conectaba la entrada principal “A” con la entrada principal “B”. A juzgar por su apariencia había muerto hacía mucho, probablemente a causa de la falta de comida. Aunque sentíamos había desaparecido momentos atrás, quizá habían pasado meses. Así de difícil era calcular el paso de los días dentro de tu obra. Si algo me parece extraño es que al verlo nos hubiéramos burlado de que le crecieran plantas en la boca y tuviera enredaderas a lo largo de las piernas. ¿Por qué no nos sorprendimos o nos angustiamos? Lo enterramos allí mismo y regamos moras sobre el cuerpo, pensando que su fruta favorita podría ser un aliciente a su desenlace desdichado. Pero aun siendo nuestro hijo no derramamos una sola lágrima. Tampoco deseamos salir, como habría de esperarse. En lugar de esto nos adaptamos más al entorno, volviéndonos fuertes y estratégicos. Desde aquella experiencia siempre íbamos por allí con comida en los bolsillos, cascos de protección y armas blancas, seguros de que desplazarnos al estudio o al salón de juegos podía ser tan temerario como aventurarse a una jungla en plena noche.
La casa, al principio un lugar sorprendente y hermoso, se había vuelto un entorno de supervivencia brusco, hostil pero emocionante. Nunca se sabía con qué podríamos encontrarnos: ratas enormes capaces de devorar hombres, arenas movedizas, túneles débiles que podían derrumbarse de pronto, o incluso espíritus de otras personas. En resumen, nuestra casa, tú edificio, era un laberinto lleno de pesadillas, un laberinto, sin embargo, de una belleza tan frágil como ambiciosa.
No dejo de admirar tu obra aunque ahora mismo se apilen los escombros. Espero retenerla en mi memoria, apresarla en mi mente como ella nos apresó uno a uno. Y así espero reconstruirla. Sé que recordaré todos esos pasillos agusanados, recordaré que estaban conectados por escaleras de gran altura. Recordaré la escalera finamente decorada que conducía a la habitación principal, encima de la cual quedaba la cocina y se levantaban varios dormitorios auxiliares de apenas un metro de altura, todos ellos destinados a la siembra de tomates y tubérculos. Cierro los ojos y veo ante mí las ventanas selladas, siento el frío, noto la escasa luz, la vegetación colgante, el olor a arena mojada, la chimenea en construcción y el cuerpo de la abuela cuando la encontramos colgando de la lámpara. Luego de la muerte de Manuel nos habíamos olvidado por entero de ella y verla allí, con su traje más limpio, meciéndose débilmente en la semioscuridad, hizo que nos sumiéramos en el desconsuelo.
Aunque entonces no nos diéramos cuenta de ello, hoy me parece evidente que tu vivienda reflejaba ya en nosotros mismos su propia naturaleza enrarecida, pero como un organismo vivo infestado por moradores extraños, empezaba a expulsarnos de a uno. ¿O era como el depredador que se deshace de los huesos una vez ha aprovechado toda la carne? No estábamos del todo seguros sobre qué hacer o qué pensar, pero tras el suicidio de la abuela nos introducimos en los túneles en busca de la salida. Estabas nervioso e indeciso. Casi no te das valor para hablarme con franqueza.
—Mira –dijiste en cierto momento deteniéndote de golpe—. Diseñé una puerta que invitaba a salir, pero no entrar.
—¿Qué? –exclamé algo confundido.
—Sí –empezaste a explicarme—, diseñé una puerta por la cual salir de forma sencilla, fácil de distinguir desde el interior, pero que en el exterior se camuflara con los muros de la fachada para dificultar el ingreso.
—¿Entonces cuál es el problema? Salir será pan comido.
—La instalé al revés –enfatizaste—. ¿Ya no recuerdas lo fácil que fue entrar aquí?
No me costó mucho trabajo comprenderlo: por si fuera poco, además de no perdernos en los túneles tendríamos que intentar entrar a la casa para poder salir de ella. Decías que no conocías enteramente tu propia obra y que esa era una gran ventaja para nosotros. Con eso en mente conseguiste una lámpara y emprendimos nuestra búsqueda de la puerta secreta. Durante aquellos días me aseguraste treinta veces que estábamos ante el portal. Todos parecían momentos de clarividencia.
—Debemos continuar –decías cada vez que errábamos—, se encuentra en esta pared pero no podemos ingresar desde aquí, puede que la puerta tenga más de dos lados, ya no estoy seguro. Sigamos buscando.
¿Recuerdas cuando, mucho tiempo después de iniciar nuestro escape, encontramos la puerta y esta finalmente abrió? La cruzamos, la cerramos y nos tomamos fuerte de las manos. Fue entonces cuando nos dimos cuenta que estábamos en el mismo lugar desde el cual la habíamos abierto.
—Sigamos buscando –repetías continuamente.
Pasamos tanto tiempo intentando salir de allí que yo empezaba a sentir que en realidad no estábamos en busca de la salida de la casa sino de la entrada al exterior. Ahora aquel interior constituía todo nuestro mundo, pero aquello no disminuía en nada nuestros peligros. Estuvimos tan cerca de fundirnos fatídicamente con la estructura. Como aquella vez que te quedaste quieta y no querías volver a mover un solo músculo del cuerpo. Insistías en que solo se podía salir si nos dejábamos arrastrar por las corrientes de aire.
—¿Cuáles corrientes de aire? –te pregunté.
—Sé que parece que las corrientes no me arrastraran –me decías—, pero experimento el movimiento, siento el aire bajo mis pies.
Permaneciste inerte tanto tiempo. Una eternidad, tal vez.
Tras todos estos años he lamentado mucho que hubieras decidido —en lugar de seguir intentando salir de allí— diseñar una nueva casa que pudiera construirse a lo largo y ancho de aquel mismo interior. Una idea descabellada, incluso para ti.
Intenté hacerte saber que era un proyecto sin futuro, irrealizable, pero insististe y decidimos separarnos, tomar túneles opuestos. Fue un recorrido difícil para mí, llevaba mi propio cuerpo a rastras y al mismo tiempo intentaba inútilmente mantenerme alerta. Pero mucho después de despedirnos me topé con alguien, un tipo que llevaba sobre sus hombros una pequeña cabra. Miré a mi alrededor y advertí que me encontraba en un gran campo rodeado de montañas. Supe que había salido de casa, aunque no recordaba cuándo o cómo. Incluso hoy las dudas me carcomen. Y es que, aun estando en pleno exterior, creo que sigo allí dentro, atrapado en la estructura, en tu vivienda inamovible de formas retorcidas y estancias irreconocibles. A cada paso que doy construyo en torno mío tus paredes de basalto y tus ventanas selladas. De una forma extraña, me he vuelto nuestra casa. Y no me rehúso a habitarla, en esto me diferencio de Manuel y de la abuela. Posiblemente en esto me diferencio también de ti. Ya no me resisto a ella y a medida que transcurren los días veo derrumbarse ante mí el mundo exterior, esa casa anticuada. Algunas son horribles, pero esa es abominable. Ahora cae muro a muro, créeme, se derrumba trozo a trozo. Adriana, si lo vieras.
Ilustraciones Juan Carlos Homez
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