Jorge Abel Carmona Morales*
Lucrecia Martel se ha tomado un buen tiempo para elaborar su obra. Tiene cuatro filmes en su ya dilatada carrera como cineasta, aunque la mayoría de ella ha estado permeada por los silencios en los cuales ha llenado su alma de experiencias, pensamientos y un conjunto de sensibilidades que afinan cada vez más su finísimo talento artístico.
Su cine empieza con una película aclamada por la crítica internacional llamada La ciénaga del año 2001; luego vinieron La niña santa del año 2004 y La mujer sin cabeza del año 2008. Transcurrieron más de 10 años para que pudiéramos apreciar su nueva obra: Zama, basada en la novela homónima del escritor mendocino Antonio Di Benedetto. El personaje es un corregidor venido a menos en tierras agrestes de Paraguay, donde los cangaceiros coloniales hacían de las suyas, con los esclavos y con los nativos americanos y donde el imperio español implantó un régimen de sumisión de proporciones atávicas que aún subsiste en las mentes de los latinoamericanos como un dictado arquetípico de nuestra conciencia. Pese a sus credenciales redobladas por su popularidad, se convierte en simple funcionario, vapuleado por los habitantes de esa villa perdida entre la selva y el río. Su gran tragedia es la soledad que lo carcome, lejos de su esposa y sus hijos, a la espera de un traslado a la gran Buenos Aires o la ciudad de Lerma según las denominaciones de la época, en un final de siglo que tan sólo recibía los despojos de una Europa en plena efervescencia ilustrada. A Zama nadie le tiene la más mínima consideración, excepto algunos desarrapados que fueron invisibilizados por los españoles porque la aristocracia de esa potencia imperialista, lo ignoró con su ostracismo.
A Diego de Zama le cayeron las autoridades políticas encima, por su aparente desidia ante las órdenes impartidas por gobernadores autoritarios. Sus deseos de obtener el respeto de la gente fueron desechados, las mujeres lo desdeñaron, ninguna cedió ante los impulsos eróticos de aquel funcionario excepto una negra esclava que tuvo un hijo de aquel. Todos esos sufrimientos denotan la meticulosidad de Martel en la descripción psicológica del personaje central, porque, hay que decirlo, la película es una obra cuyo centro es un hombre común.
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La directora argentina Lucrecia Martel desafía la realidad en sus películas.
Para esta directora argentina el cine es sobre todo una autenticidad que parte de las propias experiencias, por eso es necesario que un autor se tome su tiempo, porque sólo con la introspección se logra construir un universo rico en sensibilidades, es el fruto de un largo proceso de introspección. Suena paradójico esto, pues Zama es un personaje histórico que marcó un ciclo de dominación por parte de un imperio español, en franca decadencia. La película es un conjunto de aciertos. Existe en ella un barroquismo en los planos que recuerdan un poco a algunas películas de Leonardo Favio, como Juan Moreira. Las cámaras se infiltran cual personaje en medio de la gente, mostrando una subjetividad que revive la historia y a cada uno de los hombres y mujeres borrados por el tiempo. Esto es un intento por rescatar las vidas de las personas comunes que jamás fueron registradas por los libros oficiales. Los encuadres cercanos denotan a personajes fracturados porque el alma de Zama y de aquellos contemporáneos suyos se encontraba subyugada por el poderío español. En esos planos barrocos, vemos objetos desvencijados; animales que se meten en el cuadro; rostros cuidadosamente cortados; paisajes repletos de árboles, de maleza y de seres que se hacen notar por medio de los sonidos que emiten, y en ese sentido hay el deseo terrígena de dar un protagonismo a la naturaleza. Los personajes son encuadrados estratégicamente para sugerir la sensación de intimidad, en donde los individuos se pierden en sus propias meditaciones, como aquella escena en que el asistente del gobernador, decide pensar en las orejas de un supuesto bandido.
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Daniel Jiménez Cacho en el papel de Diego de Zama en la película de la directora argentina Lucrecia Martel Zama.
Y esa hermosa sinfonía elaborada por una artista silenciosa que ha hablado para mostrar su renovada creación, ha sido posible en una gran medida por ese actor hispano-mexicano llamado Daniel Jiménez Cacho. Su extensa carrera en el cine, le ha granjeado un sinnúmero de premios en el mundo fílmico. Son famosas sus colaboraciones al lado de Arturo Ripstein, por ejemplo. Ahora derrocha su talento con este papel tan complejo. En este personaje su rostro exuda una tristeza añejada por su exilio. En los momentos más álgidos de la película, exige su presencia actoral como un “survivor” de la Colonia. Sus monólogos gestuales brindan inspiración a la directora para seguir conmoviendo al público con la pena de este regidor. A pesar de haber obedecido las órdenes del rey, se convierte en un renegado en tierra colonial, así como su contraparte, el pendenciero Vicuña, un delincuente que desafía el poder constituido en esa periferia maloliente. El rechazo que sufre Diego de Zama por parte de sus congéneres es una reflexión actual sobre la soledad del hombre moderno. La imagen que las personas proyectan, es un reflejo de aquello que los demás han dejado en nosotros.
La película de Lucrecia Martel es una obra sobre el abandono, la búsqueda de reconocimiento en tierra hostil, independientemente del territorio que habitemos. Zama encarna la lucha de un hombre en que caben todos los hombres por encontrar un espacio en el mundo, cuando el paisaje se suma a los obstáculos que la vida atraviesa en el camino. Este corregidor es un cuadro del descenso donde habitan los peligros de ser hombre.
*Antropólogo. Magister en Filosofía. Universidad de Caldas.
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