Jorge Abel Carmona Morales*
Todo autor persigue sus obsesiones como un asunto de honestidad. Consigo mismo. Con nadie más que con los propios problemas que son capaces de despertar los sentimientos más íntimos, solo confesables en la obra. Martin Scorsese tardó veinticinco años para “deshacerse” de esa historia que había leído a finales de la década del ochenta y que lo había dejado impactado, por lo cual, siempre pensó en traducirla al lenguaje audiovisual. “Silencio” es una novela del escritor Shusaka Endo, ahora objetivada de otro modo en otra obra de características personalísimas.
Como cinematografía, “Silencio”, muestra ese conjunto de persecuciones espirituales que han seguido al director estadounidense durante toda su vida. En películas como “La última tentación de Cristo” y “Kundún”, para hablar de referencias directas, se ensalza esa búsqueda permanente de un hombre por encontrar dentro de sí, las claves que le permitan remover esa profunda espiritualidad que alberga.
Encerramiento ideológico
En la historia, protagonizada por tres buenos actores: Andrew Garfield, Adam Driver y Liam Neeson, se cuentan las enconadas guerras religiosas emprendidas, desproporcionalmente, por los japoneses en contra de la cristiandad católica, durante el siglo XVII. Con una serie de metáforas expuestas por las autoridades niponas, se defienden principios religiosos para mantener una forma de encerramiento ideológico frente al resto de los imperios occidentales. Dichas autoridades sabían bien que un imperio se socava interiormente y no por medio de acciones exteriores que fortalecen las creencias más acendradas de los seres humanos.
Scorsese muestra bien el dilema de los sacerdotes que se atrevieron a pisar territorio japonés, cuando el budismo se había asentado en todo el país. Las vejaciones lograron vencer la fortaleza de los religiosos que vieron cómo sus feligreses pudieron soportar las presiones, incluso la muerte, por parte de las inflexibles autoridades políticas. Quienes se dejaron vencer por el dolor físico, quienes pisaron la imagen de Cristo, fueron más resistentes que los hombres investidos por la jerarquía católica. El director se enfoca mucho más en los dolores del alma, en las torturas psicológicas de los padres que se debaten internamente entre su fe y la inminencia de la muerte infligida por los japoneses.
El director no emite juicios, se encarga más bien de mostrar el dolor de unos hombres que, en su servicio a la iglesia, sienten un imperativo interior que les ha encomendado una fuerza superior. Entre el hombre, lleno de temores por el dolor físico, y ese nicho infranqueable por fuerzas exteriores, no hay lugar para dictados morales, porque el director entiende que la fe hace parte del dominio privado. Quienes se entregaron al miedo y renegaron de la fe en público se convirtieron en simples apóstatas a los ojos de autoridades extranjeras que no pudieron exterminar la creencia de miles de conversos perseguidos por el imperio. El intercambio de creencias, pensamientos y prácticas culturales entre los japoneses y el resto del mundo se mantuvo como una posibilidad de crecimiento económico, pero el predominio por el manejo de las almas de sus ciudadanos, hicieron de los gobernantes un sinónimo de poder. Una forma de controlar a miles de campesinos durante el siglo XVII fue la acogida amable de aquellos emigrantes que decidieron acogerse al budismo.
Una obra personal
La película es una obra personal que muestra el cuidado escrupuloso por una fotografía preciosista, manejada magistralmente por Rodrigo Prieto. El registro sistemático de las playas, con el agua del mar siempre chocando ese territorio hostil, coadyuvan a elevar la intensidad dramática de los personajes. Esa dicotomía exterioridad-interioridad, se funde en la metáfora de las olas del mar como un conflicto interno, cuyo objetivo es la búsqueda del sí mismo a través de la búsqueda de Dios.
La dirección de cámaras, esta vez, no tiene esos movimientos característicos de Scorsese, tan bien sincronizados en cada una de las secuencias que filma. Ese carácter introspectivo de la obra, prioriza las cámaras fijas, sin artificios, con la convicción de que el drama de los personajes se superpone al exceso de manipulación que el movimiento ofrece, en algunos casos.
Asimismo, si bien, las actuaciones, en general, se hayan bien elaboradas, los papeles resultan un tanto desequilibrados. Por un lado, Andrew Garfield, es capaz de llegar a momentos de gran conmoción, por sus extravíos interiores. Su personaje se debate entre la fortaleza de su fe y sus momentos de debilidad por el sufrimiento de las personas que confiaron sus almas a él. Por otro lado, Adam Driver, un actor de carácter fuerte, no parece encontrar un lugar muy claro dentro del filme. Se muestra como una especie de mártir que sacrificó su vida por obedecer sus dictados interiores, pero en sus apariciones ante la pantalla, no logra terminar de configurar su identidad como personaje. Finalmente, el papel del actor irlandés Liam Neeson, convence. En su menor número de minutos en la pantalla logra elaborar diálogos sólidos, con fuertes convicciones como personaje. Logra hacer comprender al espectador que ese sentido pragmático también hace parte del alma humana, independientemente del rol que juegue en el mundo.
“Silencio” es una pieza imprescindible de Scorsese, está tan llena de él que no parece tener los códigos característicos de su cine, ese por el cual es uno de los mejores directores del mundo.
*Antropólogo. Magister en Filosofía. U. de Caldas
Ficha técnica
País: Estados Unidos
Dirección: Martin Scorsese
Guión: Jay Cocks
Música: Howard Shore
Fotografía: Thelma Schoonmaker
Reparto: Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson, Tadanobu Asano y Ciarán Hinds.
Género: Drama
Año: 2016
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